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Bienestar ¿qué satisfacer para llegar a ese grado de placer?



Texto e imagen de Fernando Silva


Las naciones más poderosas del orbe que evidencian ese vehemente deseo por controlar la geopolítica mundial, manifiestamente se alejaron de los valores humanos, pese a ufanarse de lo contrario. Tal circunstancia nos permite reflexionar sobre ¿qué son los valores? Ya que por principio el concepto es polisémico y dependiendo del entorno físico o de situación sociocultural, histórica-política o de cualquier otra índole en el que se considera un hecho, puede activar diversas funciones cognitivas, teniendo presente que, por sí mismos, no existen. Es decir, son cualidades o atributos sui generis de aquello que nos resulta bello, dotado de gracia, nobleza y sencillez o la mera utilidad de una herramienta, así como las normas o los principios que guían la forma de actuar, ser y pensar en lo individual y en lo colectivo. En este entendido, para la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) los valores y la cultura están relacionados. Así fue proclamada en la declaración final de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, celebrada en México en 1982: «En su sentido más amplio, puede decirse que ahora cultura es todo el complejo de rasgos espirituales, materiales, intelectuales y emocionales distintivos que caracterizan una sociedad o un grupo social. No sólo incluye el arte y las letras, sino también los sistemas de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias». Por otra parte, desde el punto de vista del filósofo y ensayista José Ortega y Gasset: «Todo valor se origina en una valoración previa, y ésta consiste en una concesión de rango que hace el sujeto a las cosas según el placer o enojo que le causan». Por consiguiente, podríamos afirmar que son construcciones adquiridas a través de variados procesos socializadores en relación a los grupos a los que se pertenece, es decir: desde los personales hasta los familiares, amistosos, sociales, culturales, religiosos, políticos, laborales, profesionales…

Por consiguiente, y en el espíritu de hacer conciencia, es vital la importancia del proceso educativo desde los hogares como mediador imprescindible para el conocimiento de la dignidad, la autonomía y la libertad, así como de los principios centrales del humanismo ético, la difusión y divulgación de los valores, particularmente el compromiso, el sentido de lo justo, la bondad, la lealtad, la paz… amparados en la sensatez teleológica, es decir, la que es tendente a elevar nuestra calidad de pensamientos y acciones en aras de una convivencia empática, magnánima, comprensiva, fraterna, equitativa... como significación fundamental en la vida de  todo ser viviente mediante acciones de autocuidado vinculadas a condiciones de vida salutíferas y resolutivas.

En esa dirección del entendimiento, todo conocimiento con su respectiva reflexión que nos permiten enjuiciar moralmente los actos —especialmente los propios— nos convoca a tener idea clara sobre las consecuencias derivadas, de ahí que el autocuidado debe ser a toda posición y conducta fáctica, considerando que se encuentra en la raíz primera —antes de que se actúe— siempre escoltados e influídos en solicitud y atención para ejecutar cualquier acción con la intención de ser una mujer u hombre dignos y atentos al bienestar individual y colectivo, reconociendo que el observar y atender nuestra salud mental, como un modo de ser, es esencial en la dimensión ontológica y, por ende, incorruptible, teniendo en cuenta que el deber contraído de proporcionarse una vida bienintencionada se centra en uno mismo a partir de atender la educación durante toda la vida.

Por lo tanto, aquello que nos mueve moralmente es consecuencia de una profunda emoción y/o sensación en relación al digno propósito de la legítima prosperidad, teniendo la capacidad de controlar los instintos, así como anulando el carácter automático de los mismos. Lo notable en el regular proceder es que, además de atender y resolver esos irresistibles impulsos, a buena parte de la humanidad le inquieta alguna circunstancia futura —no física operando hacia ellas— sino en la idea de una eventual condición, hasta que en ese conducirse la esperanza invita a la calma, pero en muchas ocasiones el temor se instala no sobre ese posible escenario, sino sobre el inquietante trastorno de ansiedad.

Naturalmente, la mayoría —si no es que todos— hemos experimentado algún estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo ante algún evento trascendente o situación desconocida que pudo implicar algún riesgo para nuestra integridad física o mental; asimismo, hay quienes la han vivido como componente de una enfermedad psicológica y ante la presencia de estímulos que les evocan el recuerdo de una situación traumática; a consecuencia del consumo y abuso de sustancias de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno; al ver alguna inofensiva mariposa en el techo de sus viviendas, un gato negro en la calle, al olvidar ponerse su prenda de la suerte, incluso sin existir siquiera una causa aparente. Sobre el particular, el investigador titular «C» del Instituto de Fisiología Celular de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), licenciado como Médico Cirujano por la Facultad de Medicina y Doctor en Bioquímica por la Facultad de Ciencias Químicas, UNAM, Miguel Ángel Pérez de la Mora, expuso lo siguiente: «La ansiedad, cuando es moderada y guarda relación con el estímulo que la provoca, es en todo caso algo tan normal como la sed, el hambre o el deseo sexual, ya que es en sí misma un estado adaptativo que nos prepara a contender con riesgos potenciales pero que, como también sucede con las condiciones anteriores, se torna enfermiza cuando su intensidad no guarda relación con la causa que la provoca, o cuando surge aún sin ser invitada. La ansiedad, de acuerdo con esto, puede ser normal o patológica: se han descrito entidades clínicas perfectamente definidas que la afectan primariamente, como los distintos tipos de fobias, la enfermedad de ansiedad generalizada, los ataques de pánico y la ansiedad post-traumática. Cuando la ansiedad es normal, nos alerta y protege; cuando es patológica, nos causa sufrimiento, y en algunos casos extremos, nos recluye e invalida socialmente. Por otro lado, es difícil separar a la ansiedad del miedo y del estrés, pues la aprehensión y los síntomas físicos que se experimentan en ellos son similares a los que se observan en la ansiedad, y aunque se podría intentar establecer algunas diferencias entre ellos, es posible que tales entidades sean sólo variantes de un sistema único de alerta».

De ahí, que si abordamos el «bienestar» desde las disciplinas como la ética, la filosofía, la axiología, la psicología social, la sociología y la comunicología, definirlo con precisión resulta complicado, pues ¿cuáles y cuántas son las necesidades que hay que satisfacer para llegar a ese grado de placer holgado o abastecido de cuanto conduce a vivir de lo mejor, con tranquilidad y afecto? Evidentemente, tan grata condición varía por un sinnúmero de aspectos, teniendo en cuenta que las personas, al margen de ubicarnos en situaciones de pobreza, medianía o riqueza, somos de la misma especie. Por lo tanto, es prudente que hagamos conciencia, pensemos y actuemos en función del bien común, la seguridad de todo ser viviente y de la protección de nuestra Madre Tierra.

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