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Crecen en vertederos, cloacas, estaciones de tren, debajo de los puentes…



Por: Fernando Silva


En prácticamente todo sistema social existe el conocimiento o, por lo menos, el entendido sobre el conjunto de las cosas necesarias para vivir en consonancia a una condición holgada y abastecida de cuanto conduce al bienestar con tranquilidad, es decir, el cómo se supone que deben de operar los derechos que facilitan a cualquier ser humano su progreso en autonomía, equidad, salud, educación, seguridad, alimentación, libertad… así como los que conforman las condiciones económicas y de acceso a bienes necesarios para una digna existencia. Sin embargo, ningún país interdependiente de elementos culturales y sociales estructurales —que puede considerarse como la unidad colectiva— se encuentra en condición pura del Estado de Derecho, por el contrario, se enfrentan a fenómenos y convulsas usualmente llamadas patologías sociales. En tal sentido, los entornos cotidianos de cualquiera de nosotros están colmados de circunstancias condicionantes y hasta despreciables que son por demás habituales para excedida parte de la humanidad que, adicionalmente, se muestra indiferente al grado de entenderlas como «asuntos comunes» lo que hace que no reflexione respecto a las contrariedades, prefiriendo desdeñarlas argumentando que «no puedo hacer nada», «no es asunto mío», «para eso está el gobierno», «de eso no quiero hablar», «no me interesa», «no es mi problema»… Lo que conlleva a alta estigmatización e infamación.

Manifiestamente, tal comportamiento obedece a causas de diverso orden como la deficiente educación, el entorno familiar, experiencias individuales, el ensoberbecimiento, la ignorancia, las mediocres predisposiciones socioculturales… por lo que hay que transformar la perspectiva de análisis y demostrar cómo las patologías y los trastornos mentales-conductuales tienen su origen en las lógicas sociales profundas, en el entendido de que coexistimos en una red de entramados sociales, por lo que nuestras trascendentes determinaciones están definidas por la cultura a la cual pertenecemos. Por lo tanto, las patologías sociales no son más que sucesos a los que se enfrentan las diferentes sociedades, como secuela de relaciones estructurales macrosociales que por su carácter escapan al juicio de la mayoría, lo que las hace una consecuencia prácticamente lógica del funcionamiento de la humanidad —maneras de obrar, de pensar y de sentir— que presentan la importante propiedad de existir con independencia de las conciencias individuales en un orden de vicisitudes que exhibe propiedades específicas exteriores a cada persona —el proceder individual y colectivo, el saber cavilar y la manera de concebir— y que están, por desgracia, cargadas de una imposición coactiva fomentada esencialmente por clasistas y racistas oligarquías.

Por estas concepciones de grupos elitistas es que la perturbación social mantiene un estado de carencia económica, sanitaria, formativa, laboral y democrática en detrimento de la tercera parte de la población mundial. En consecuencia, los derechos humanos les resultan problemáticos para las teorías de sistemas que impulsan entre otros el mentado Nuevo Orden Mundial, dado que esta hipótesis se enfoca en la diferenciación funcional de las estructuras sociales, mientras que los derechos humanos no los conciben como elementos jurídicos, políticos o éticos.

Consecuentemente, la globalización de la pobreza —que en gran medida ha revertido los logros de la descolonización— se incrementó en la década de los 50 (del siglo XX) a partir de la Guerra Fría, en donde se englobó bajo el concepto de «Países del tercer mundo» a los no alineados con ninguno de los dos grandes bloques (el capitalista y el comunista), sumando las constantes crisis como la de principios de 1980 y la imposición de las letales reformas económicas —difíciles de definir con claridad— como el neoliberalismo, que agudizaron las condiciones de vida de la mayor parte de la humanidad, en particular de infantes y adolescentes, colocándolos en constante condición de víctimas de la discriminación, así como de la explotación sexual y laboral. Desde la conclusión del enfrentamiento político, económico, social, ideológico, militar e informativo entre los bloques Occidental y Oriental, las naciones pobres y en vías de perpetuo desarrollo han pasado por implacables crisis económicas y sociales de una gravedad sin precedente, y continúan conduciendo a grandes sectores de la población mundial a una acelerada degradación. Una tras otra las economías de los países —incluso desarrollados— se desploman, provocando un alto índice de descomposición sociopolítica, depauperación y, en los peores escenarios, escasez de agua potable y alimentos, así como el incremento de la pobreza, la hambruna, de conflictos bélicos y de ideologías fascistoides de extrema derecha.

Quizás, lo más inquietante en tan deplorable circunstancia es que en el núcleo de cada sociedad hay menores de edad en situación de calle, privados de atenciones básicas y de la protección de un tutor o de los gobiernos, lo que conlleva el peligro de que caigan presos de la prostitución, el consumo de drogas y diversas formas de conducta criminal, lo que obliga a observar la magnitud del conjunto de graves hechos, dejando en claro que es un tema de orden local y mundial. Naturalmente, los menores —en tan vulnerable situación— deben ser visibilizados para lograr que vivan en un entorno en el cual puedan disponer de dignidad y paz, así como poder disfrutar de los derechos que cada sociedad dispone para ellos; desgraciadamente —en todo el mundo— se les ignora colocándolos en situaciones perniciosas, lo que llega a agudizarse de acuerdo a la situación económica y/o geográfica de cada nación.

Inhumanamente, son básicamente invisibles para patética mayoría de mujeres y hombres en todo el planeta, también para gobernantes, instituciones y organismos de ayuda humanitaria y desarrollo a infantes, particularmente de «seguridad» como la policía, debido a que actúan de forma cruel y represiva, desde el castigo físico hasta la violación sexual; lo que transgrede la primera parte del artículo cinco de la Ley General de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, así como el artículo 13 de la misma, que de manera enunciativa y no limitativa señala lo siguiente en pro de los menores de edad: Derecho a la vida, a la supervivencia y al desarrollo; de prioridad; a la identidad; a vivir en familia; a la igualdad sustantiva; a no ser discriminado; a vivir en condiciones de bienestar y a un sano desarrollo integral; a una vida libre de violencia y a la integridad personal; a la protección de la salud y a la seguridad social; a la inclusión de niñas, niños y adolescentes con discapacidad; a la educación; al descanso y al esparcimiento; a la libertad de convicciones éticas, pensamiento, conciencia, religión y cultura; a la libertad de expresión y de acceso a la información; de participación; de asociación y reunión; a la intimidad; a la seguridad jurídica y al debido proceso; derechos de niñas, niños y adolescentes migrantes, y de acceso a las tecnologías de la información y comunicación, así como a los servicios de radiodifusión y telecomunicaciones, incluido el de banda ancha e Internet.

Cuando nos referimos a las niñas y niños en situación de calle, es inexcusable el no advertir que el grueso de las sociedades los ve como parte del paisaje habitual, como algo que no constituye un problema y que particularmente los mira mal en las grandes urbes, lo cual convierte a los menores en seres humanos excluidos para esta gente que además de arrogante, insensible, clasista y racista, es ignorante e insensata. Por ende, el sólo saber que los menores y adolescentes crecen en vertederos, cloacas, estaciones de tren, bajo los puentes… debe ser suficiente para hacer conciencia, reconstruyendo las reflexiones teóricas en torno a los derechos humanos para que se exija legítimamente el habilitar la intervención de toda la humanidad —sin importar el extracto social— a fin de garantizar los derechos sociales de todo ser humano y, con ello, elevar la calidad ética y moral en pro de respetar y dignificar la vida de todos los menores de edad, en particular, de los que se encuentran en grado de vulnerabilidad.

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