Por: Fernando Silva
La capacidad de expresar nuestra voluntad radica en los criterios de la personalidad jurídica. Naturalmente, todos asumimos tener opinión y de ella el difundir ideas propias y ajenas, por ello todo movimiento del constitucionalismo clásico, liberal, social o democrático —particularmente el mencionado al final— consagró a la libertad de expresión como el derecho de todo ser humano reconocido, definido y protegido jurídicamente que asegura cierta autonomía frente al poder en los campos de la seguridad personal, libertad de locomoción y de inviolabilidad de los derechos a la alimentación, a la vivienda adecuada, a la educación, a la salud, a la seguridad social, a la participación en la vida cultural, al agua y saneamiento y al trabajo; de la actividad intelectual y espiritual (libertad de opinión y de conciencia); de la actividad económica (derecho de propiedad, libertad del comercio y de la industria). También, los derechos políticos, que nos permiten participar en el ejercicio del poder (derecho de voto y elegibilidad para las funciones públicas); las libertades públicas (de prensa, de reunión y de asociación) que, en conjunto, desbordan todo ámbito político y que son el que toda persona que ha pasado la adolescencia y ha llegado a su pleno desarrollo físico y mental puede exigir a su gobierno el derecho a un trabajo, a la instrucción académica, a la salud, al bienestar social y, por añadidura, a lo expuesto en la Declaración Universal de los Derechos humanos.
En este entendido, en todas las épocas hay quienes hemos podido expresar puntos de vista sobre aspectos socioculturales con el advenimiento de las políticas que hicieron de todo ciudadano el depositario del poder político en la capacidad para formular tales ideas, lo que devino en un nutrido patrimonio social. Aquí, vale un poco de historia. En 1798, los representantes del pueblo francés —constituidos en Asamblea Nacional— razonaron que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las principales causas de las desgracias en los pueblos y naciones, asimismo, de la corrupción de los gobernantes, por lo que resolvieron —en una declaración solemne— los derechos naturales, inalienables y sagrados de mujeres y hombres. Obviamente, tal proclamación —para todos los miembros del cuerpo social— les recordó sin cesar sus derechos y sus deberes, con la intención de que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo se cotejaran en todo momento con la finalidad de que cualquier institución política fuera más respetada y, principalmente, para que las necesidades comunes de los ciudadanos —fundadas en principios simples e indiscutibles— redundaran en beneficio de la sustentación de la Constitución y de la felicidad de todos.
A tal efecto, la eudemonía se constituye en el reconocimiento de ser humano como el que —por poseer logos— es capaz de darse a sí mismo sólidas bases mentales y físicas que inciden favorablemente en uno o varios propósitos de vida. En consecuencia, los debates respecto a la felicidad como objetivo personal y social al alcance de logros en el entendido del bien común involucran examinar a nuestros semejantes para reconocer su identidad, naturaleza y circunstancias de su fundamento psicológico y de organización en la estructura sociocultural, en la que podemos formular que es la consciencia la que nos permite obtener contundente condición de organización —natural y racional— expresada por medio de la especulación de lo que cada quien puede entender sobre «la verdad», permitiéndonos identificar el logro de un bien elemental para el desarrollo sustentado, es decir, supone el grado de cognición a perfeccionar en cuanto al reconocimiento de la satisfacción individual y colectiva, lo que presupone que la vida se desarrolla en el marco de las condiciones culturales y contemplativas en beneficio constante y en conjunción condicional de los inconvenientes, pero eso sí, en armonía con las virtudes, además de respetar y haciendo valer el estado de derecho.
Teniendo presente que los términos como «felicidad» «verdad» o «bien» son subjetivos, en su categoría enunciativa, son palabras o elementos léxicos que adquieren rasgos afectivos o evaluativos —bueno/malo o verdadero/falso— ya sea por valoraciones de acuerdo con las ideologías o según la intención del hablante, lo que hace posible hacer uso de cualquiera de los tipos de lenguaje para encontrar la expresión adecuada, así como comprender, leer, escribir, gesticular… por lo que para alguien que no sea capaz de transmitir lo que quiere decir o comunicar puede llegar a experimentar alta frustración. En tal circunstancia, las barreras para transmitir las ideas afecta la autoestima y las relaciones humanas, por lo que es importante observar que tres de los obstáculos más lamentables es el no saber leer-reflexionar, no escuchar-comprender y hablar-sin saber. Al respecto, desarrollar las habilidades para ser cada día un buen lector, escuchador y hablante es parte de ser un buen comunicador, ya que quien tiene sensato dominio en una conversación es quien regularmente encuentra justificados o naturales los actos o sentimientos de sus semejantes.
A este respecto, todos precisamos de la identificación de los obstáculos para la comunicación, en particular desarrollar la habilidad para escuchar «todo lo que se dice» así como también «lo que no se dice»; además de atender el fondo y el modo de los silencios, el tono de la voz, el lenguaje corporal y todo lo que se comunica con las actitudes. También habrá que considerar que se pueden tener discrepancias, pero procurando no perder el tacto y la prudencia para evitar llevar el intercambio a una situación áspera e incluso violenta. Desde este punto de vista, cualquiera podemos sentir fortalecida la autoestima tan sólo por sentirse reconfortados después de compartir pensamientos, conocimientos o experiencias en un entorno de respeto, comprensión, tolerancia y afecto.
Haciendo una acotación. La libertad de comunicar no es precisamente informar, lo que implica la responsabilidad a reunir, transmitir y publicar en todo lugar y momento sin trabas, pero teniendo la cautela de confirmar que las fuentes sean confiables y no arriesgándose a caer en las garras de las noticias falsas, mensajes ofensivos, clasistas, racistas, de violencia, de ideologías manipuladoras o de intereses de grupos oligárquicos, esto es un factor esencial en cualquier esfuerzo serio para promover la estabilidad social, la paz y el progreso de la humanidad. En todo caso, la libertad de comunicar o informar requiere como elementos indispensables la justa voluntad y la capacidad de utilizar nuestro derecho sin abuso, con sólido conocimiento, disciplina, compromiso ético y moral, tomar los hechos sin prejuicios y nunca diseminar ideas con intención maliciosa y agresiva.
En un mundo globalizado, hablar de la apología de la libertad al comunicarnos, es debatir la existencia y alcances del derecho a la libertad de expresión y a la información, entendidos de que tal facultad para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de la vida hay invariablemente un anacronismo. Por lo que la salud de nuestras sociedades exigen del debate más llano, más fértil y más extendido sobre todos los aspectos de la cosa pública y de las características de quienes la manejan. Respetar esta posibilidad y darle la importancia debe ser una responsabilidad comprometida para quienes gobiernan, así como un deber cívico de todos en pro del bien común.
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