Texto e imagen de Fernando Silva
Es recurrente escuchar que en una sociedad pluralista y democrática «no se debe imponer nada a nadie», pero, en la mayoría —si no es que en todas— están fiscalizadas por ideologías intolerantes de grupos oligárquicos, totalitarios, conservadores, de ultraderecha, monopólicos… que no admiten el valor de la equidad y de la convivencia civilizada con quienes no compartimos sus enfoques racistas y clasistas, así como sus privilegiados beneficios económicos y sociopolíticos a partir de sobornar la relación que mantienen con quien se deja corromper al ocupar un cargo público o alguna posición de alta responsabilidad en el gobierno, de manera que la élite —esa ambiciosa y soberbia colusión de perniciosos empresarios, economistas, magnates y malos servidores públicos— obtiene ilegítimamente negocios en áreas de la seguridad social, donde quien ejerce algún deber en una administración pública le cede a una entidad privada o a un cómplice facultades de uso privativo de la gestión de un servicio oficial en plazo determinado bajo encubiertas condiciones, hasta privilegios financieros y mercantiles.
De ahí que en las transformaciones socioeconómicas y fiscales las consecuencias resulten perjudiciales e infructuosas para las sociedades, y son manifiestas por el relativismo, el subjetivismo y el nihilismo en temas morales, lo que nos permite cavilar sobre la necesidad de renovar la ética pública, propia —se dice— de ciudadanos conscientes que respaldamos el Estado de derecho, la soberanía, la empatía, la justicia, la fraternidad, los valores, los derechos humanos…, teniendo el comedimiento de plantear argumentos que sean aceptados de manera válida por la mayoría y sin imponer criterios, mandatos o prohibiciones inaceptables para nadie.
Por lo tanto, consistiría en una ética procedimental, con la justa y necesaria potestad para convivir en armonía y en sensato empoderamiento, precaviendo bretes y/o conflagraciones con el objetivo de respaldar otras ideas que caracterizan el pensamiento de una colectividad, de un movimiento cultural, religioso o político amparados por la Ley fundamental en cada país, definiendo el régimen de los derechos, autonomías de los ciudadanos y que delimita los poderes, abusos y el mal proceder de la gente que asume un cargo en las instituciones públicas y en cualquier organización política. En ese sentido, no es comprensible que exorbitante cantidad de mujeres y hombres exhiban doble moral, entendidos de que en su vida privada pueden ejercer libremente sus presunciones o dogmas sin ser cuestionados pero, en cambio, su proceder en la vida social pone entre paréntesis los principios éticos-morales-culturales establecidos en cada sociedad, adoptando posiciones inspiradas en doctrinas consensuadas para beneficiar a oscuros sujetos que pretenden alterar el justo orden mundial con el objetivo de subyugar y controlar todo.
Por consiguiente, tal proceder es de raíz más que deshonesto. Pues actuar contra el dictado de los valores —normas y costumbres— que nos brindan los modos sensatos y dignos para actuar y que nos permiten diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto, así como lo justo y lo injusto, es contundentemente la ostentación más enfermiza de sordidez, estupidez, ignorancia, desfachatez, obscenidad, impudicia… Consecuentemente, y sin necesidad de escalar las diversas manifestaciones que evidencian falta de conciencia, podemos poner como referencia la «moral provisional» del filósofo, matemático y físico francés René Descartes, quien tuvo el propósito de prescindir de la indecisión y la privación de certeza que pueda padecer alguien, mediante la prudente orientación que le hace apto para conducirse de modo plausible bajo su propio criterio y sin ser irresoluto al llevar a cabo una acción, ni de los remordimientos de conciencia y las inducciones. Para ello basta —en cada caso— hacer lo que uno, según su conocimiento y entender, considera asertivo en pro del bienestar de todo ser viviente y de nuestra Madre Tierra.
Categóricamente, la historia entendida como un atisbo retrospectivo social está construida sobre la memoria o el olvido colectivo. Mientras la facultad, por medio de la cual se retiene y se recuerda el pasado, lo cohesiona y le da linealidad a nuestro presente, en contrasentido, la amnesia disocia e instaura atroces desavenencias. Por lo cual, el olvido ha sido accionado en todo el mundo como estrategia de potentados para acallar un pasado en el que han sido brutales protagonistas, además, para expandir la cultura del miedo.
Naturalmente, en algunos emerge en el recuerdo, incluso, como una herida social que se manifiesta arraigada en los entendidos colectivos, lo identitario y lo propiamente humanista. De esta manera, episodios traumáticos como los conflictos bélicos, la violencia de todo tipo, las injusticias, la pobreza, las hostilidades y la aporofobia son para las cúpulas elitistas —que defienden las diferencias de clase y la discriminación— la sombría pretensión de superioridad étnica, lo que conduce a la persecución social desplegada por gobiernos a modo de dictaduras disfrazadas de democracia. Tal realidad política es «la imaginación del desastre», como describiría el jurista, polemólogo e historiador de las ideas políticas y jurídicas Jerónimo Molina Cano.
De esta manera, una causa fundamental que establece la prueba irrefutable que «justifica» tan tóxica doble moral es la ley de hierro de las oligarquías, reglas fijas a las que están sometidas inmanentes a las formas de los gobiernos y culturas sociales por ser consecuencia de la perversa práctica del cohecho y corrupción global, con independencia de los entornos, la manera de establecer y ejecutar las leyes, dejando de lado las aspiraciones o las justas intenciones de las sociedades; la falta de voluntad para fortalecer los servicios sociales, a la par de fomentar el libre mercado que básicamente favorece a los más ricos; el negocio armamentista que, por ende, conlleva el lavado de dinero, son algunas de las imposiciones que sumisamente consienten deshonestos gobernantes que en su autoengaño traicionan desde los anhelos democráticos de sus gobernados hasta la soberanía.
En definitiva, la conservadora doble moral de la oligarquía es una anómala manifestación que se hace presente en todo el orbe, particularmente y con mayor avidez en alto porcentaje de la gente de clase media y alta que pone de manifiesto su mediocridad y su falta de empatía, siendo parte de los factores que limitan la imparcialidad y espolea tanto actos de maldad como opiniones nefastas, sin argumentos y, peor aún, amparadas en las noticas falsas que con hiriente intención despliegan los medios masivos de comunicación, lo que hace que se emitan juicios injustos e inmorales. Por lo tanto, nos incumbe a todos erradicar tan brutal criterio, permitiéndonos determinar lo moral de lo inmoral para reforzar los valores y los derechos humanos, así como fundamentarnos imparcialmente, aplicando nuestros principios a cualquier persona y situación evitando contradecirse uno mismo. Indiscutiblemente, tenemos el compromiso ético de respetar la posición de los demás e informarnos de mejor manera para no juzgar o actuar de modo errado, poniendo el diálogo como la mejor opción para lograr entendimiento y comprensión sin abusar de nuestra posición con los que no cuentan con los elementos de concertación para emitir juicios de valor. En este sentido, algo vital es elevar la educación desde los hogares, en base a la responsabilidad, a la no discriminación y alejados de enfermizas ideologías de sujetos que manifiestan gustos y preferencias que se apartan del bien común y la calidad humana.
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