Por: Fernando Silva
La natural facultad que tenemos para hacer (o no) cualquier cosa es un derecho de valor superior que conocemos como «Libertad de pensamiento», lo que puede llevar a mucha gente a considerarla como algo que le ha de corresponder y que es la base de su significado en términos del mérito per se, por lo tanto, reflexionar sobre el hecho de que gramaticalmente sea un sustantivo abstracto, no es igual a que tenga un referente cierto, genuino y legítimo, o incierto, así como contrario a la aquiescencia de las cosas con el concepto que de ellas se forma en nuestra pantalla mental como cuando usamos sustantivos individuales como «Casa», «Cuadro», «Libro»... Asimismo, es el caso de las palabras «Tiempo», «Verdad», «Espiritualidad», «Significado», «Maldad»… comunes en el lenguaje cotidiano, así como en acalorados debates filosóficos, pero que designan la existencia de algo no tangible. Además, es importante poner en relieve que se considera a la libertad como vital columna en el justo desarrollo de los derechos humanos, por lo que es trascendental distinguirla entre la capacidad y disposición para el buen desempeño de la humanidad y la realización existencial de cada individuo.
No obstante, si a esa libertad de pensamiento se le da desmedida autonomía en su libre actuar, se puede dirigir el interés hacia una concepción teórica no acertada, corriendo el riesgo de caer en hipocresía, así como si se limita la elección a ésta, se deja de lado el que cada persona sea más que sus propias decisiones, perdiendo el ideal implícito de los derechos humanos. Por lo tanto, dialogar sobre el derecho a las autonomías y luchar por ellas debería ser una labor educativa y formativa habitual, ya que si nos coartan esta acción empírica de hacer, se puede marginar a la propia libertad. Aquí la voluntad juega un valioso papel, ya que la propensión hacia los bienes tangibles e intangibles requiere que la facultad de decidir y ordenar la propia conducta tenga clara idea del objetivo, de su intención y de las consecuencias, para que la inteligencia lo comprenda como aquello que es apto para satisfacer una necesidad, directa o indirecta, por consiguiente, para ser elegido o rechazado.
A tal efecto, la facultad de decidir y ordenar la propia conducta tiende al bien grandioso, por lo que es conveniente realizarlo en lo concreto, ya que la potencia cognitiva racional nos presenta beneficios particulares y finitos, y aún cuando nuestra capacidad de comprender es libre de elegir entre esos bienes, no necesariamente se encuentra predeterminada a seleccionar entre uno u otro, sino que puede elegir cualquier cosa despejando principalmente la incertidumbre. Entonces, si la voluntad es autónoma, denotamos que la capacidad de autodeterminarse es la que elige entre el amplio abanico de posesiones, aunque se puede desacertar. Al respecto, si la toma de decisiones es fundamental para cualquier actividad humana, optar por la «buena» inicia con un proceso de razonamiento sobre un tema específico de la cuestión por decidir, que incluye diferentes pautas dentro de las que están la razón ética y moral como el fundamento esencial.
En ese sentido, la tradición aristotélica-tomista relaciona el bien de todo ser humano a la noción del bien común, en cuanto forman parte de una comunidad y el bien de las sociedades orientado a las personas que la conforman. De ahí que el bienestar debe estar constituido por la virtud y por aquello que se desarrolla de manera positiva y estable, de acuerdo con los valores universales. En ese entendido, las sociedades no surgen por un contrato en el cual la gente cede a la colectividad su libertad para garantizar su protección y evitar conflictos —no es un mero agregado de personas, ni posee una naturaleza independiente de la de sus miembros— por lo tanto, somos las partes de un todo, pero no como un brazo lo es del cuerpo, ya que obviamente la extremidad no tiene supervivencia fuera del mismo, mientras que cada ser humano conservamos intacta nuestra personalidad frente a la sociedad, más si se tiene en consideración que el vivir en autarquía, así como el asumir la justicia y la paz, tienen como principio y cimiento ético a la dignidad y los derechos inalienables de la humanidad, por lo que es comprensible que estos conceptos sean parte del deseo vehemente para vivir pacíficamente en comunidad.
En esa disquisición, no es posible considerar que en la práctica de la libertad no se tenga como límite la justicia, ya que si de alguna forma se violenta la legalidad, la ecuanimidad y la paz social inevitablemente se verán perturbadas. En este aspecto, la conducta de cada individuo es causa y efecto del estatus de la armonía en cada sociedad, así como de una condición de zozobra e inseguridad, según vaya dirigida la intención del proceder tolerante y respetuoso hacia los demás o tome otra dirección en agravio de familiares, parentela, amistades, la sociedad e incluso de su país, ya que siempre habrá un espacio de confusión hasta donde alcanza la libertad para no caer en el desenfreno o, peor aún, pasar por encima de los derechos de los demás.
Procediendo con mesura, habrá que tener en cuenta que la razón tiene un cometido decisivo como mecanismo del libre pensamiento crítico que limita la «verdad» de una afirmación de acuerdo a las pruebas estrictas del método científico; por consiguiente, para que una aseveración presentada en el terreno de la insubordinada determinación de las personas pueda considerarse como cierta debe ser comprobable —¿Qué evidencia repetible la confirma?— y no demostrable teóricamente como falsa —¿Qué no la ratificaría? ¿Fallaron los intentos de refutarla?— quizás parsimoniosa —¿Es la explicación más simple? ¿Es la que requiere menos suposiciones?— y lógica —¿Está libre de contradicciones?—, por lo que actuar con tal prerrogativa implica asumir la responsabilidad de nuestros actos, comprometidos ante las repercusiones que surjan de las decisiones tomadas. Lo que nos lleva a reflexionar que pensar con libertad conlleva un importante desarrollo de la conciencia, lo que puede permitir una elección del actuar propio enfocado al bien personal y, principalmente, al común, ya que estar consciente de nuestro proceder proporciona bases sólidas para elevar nuestra calidad humana, así como para fortalecer los valores éticos y morales que nos protegen de la patética dependencia de otras personas.
Por lo tanto, recapacitar en el derecho de valor superior que asegura la libre determinación de todo ser humano —desde los hogares y en todo ámbito social— es necesario para ejercer la justa educación como el eje central del bien hacer, sin permitir algo que no se tenga por lícito o conductas que puedan ser perjudiciales, así como asumir que los dignos objetivos que se persiguen en la vida permitan que no nos coarten la libertad de pensamiento y de expresión y, mejor, faciliten la concordia, la paz, la conciencia y la libertad, en bien de elevar la calidad humana, así como la protección de los ecosistemas y de nuestra Madre Tierra.
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