Por: Fernando Silva
El imperativo de la participación ciudadana —en el marco democrático del Estado de Derecho— es en esencia el contar con las posibilidades que toda persona, comunidades y diversos grupos sociales tenemos para incidir en las políticas públicas, sin transitar necesariamente por los partidos políticos, las prácticas clientelistas o la organización gremial, sino por el compromiso de fortalecer la cualidad y derecho de todo habitante activo y responsable por el bienestar individual, de su sociedad, país o el planeta. Obviamente, los progresos —en esta dirección— están ceñidos por las características de cada nación en el mundo, en tanto al espacio de articulación y construcción de la diversidad de actores —con sus propios vicios y virtudes— y cuya interacción en la expansión de fuerzas y disyuntivas permitan el justo despliegue de los estados democráticos y la ética cultural que se logre en cada caso.
Desgraciadamente, los sistemas clientelistas y las tecnocracias subyugan la oferta en cuanto a la participación social y política, así como las decisiones, la planeación, los presupuestos de las entidades territoriales y las empresas públicas. Por lo que el control estratégico al poder público es una esperanza renovada pero aún lejana. Por consiguiente, para lograr una participación social eficiente que ayude a democratizar a los gobiernos y a las sociedades es importante conocer una serie de recursos a los que resulta importante prestar atención: Cualquier acto de gobierno debe ser transparente y estar al alcance de todo ciudadano; los incentivos a la capacidad propositiva de las sociedades deben estar por encima de las políticas públicas sin perder su autonomía ante los gobiernos; para que la discriminación deje de ser una circunstancia aleatoria y manipulada en contra de los grupos sociales representados, habrá que fortalecer la construcción de actores sociales y políticos, además de que la institucionalización del derecho y la práctica participativa debe ser libre y bajo el cobijo de los derechos humanos; asimismo, la creación de redes socio-comunitarias es fundamental para que se sistematicen las experiencias de participación y el fortalecimiento de las capacidades de la población en cuanto a la definición de las principales variables que definen el poder político, cultural, administrativo, formativo, económico y de salud.
Para alcanzar tan generosos objetivos, la participación individual en la vida social es un imperativo y, por ende, una prerrogativa de todo ser humano. Aquí la colaboración implica la consideración de que las causas no materiales —o no tan evidentes— obren infaliblemente en sentido del bien común, como la responsabilidad de participar en las decisiones que afectan o animan la vida cotidiana, por lo que contribuir o ser protagonista de la historia es una de las peticiones no tangibles que debemos asumir como condición y resultante de un proceso de transformación dirigido a elevar la calidad de vida de la humanidad, lo que connota una referencia integral al conjunto de sensatos fundamentos que nos permitan el bien hacer y no solamente a una parte de ellos, es decir, referirnos a la asignación justa y equilibrada no sólo de los satisfactores referidos a las cuestiones básicas e incuestionables como la salud, vivienda, trabajo, formación, educación, alimentación, economía, seguridad… sino de aquellos recursos que la sociedad dispone en determinado momento como el conjunto de elementos ordenados cronológicamente para la defensa de la libertad de pensamiento y de expresión, la libertad de culto, la libertad para vivir sin miseria e inseguridad, la libertad para vivir sin temor ni conflictos bélicos…
En este sentido, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, conocida como la UNESCO, dio a conocer «La Agenda 2030 de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible con sus 17 Objetivos en un marco amplio y audaz para la cooperación en el desarrollo durante los próximos 15 años. Asimismo, pretende garantizar prosperidad y bienestar a las mujeres y hombres mientras protege a nuestro planeta y fortalece los cimientos de la paz. Esta agenda, es la más universal, ambiciosa e integral que se haya visto, abarcando a todos sin excepción. Constituye un cambio de paradigma que necesita que todos actuemos de manera innovadora. Los 17 Objetivos de Desarrollo son interrelacionados, lo que potencia los enfoques integrales, las alianzas y los vínculos entre políticas y acciones. Al progresar, esta Agenda debe edificarse sobre la apropiación y la movilización de acciones y recursos efectivos nacionales, regionales y globales». ¡Ay, caramba! Quedan poco menos de ocho años, por lo que ¿se cumplirán estos objetivos?
En este entendido y sobre la pertinencia de ubicar el tipo de sociedad que requieren las democracias, primero habrá de observarse que está en la falencia la principal causa de las dificultades para promover de manera adecuada los eficaces procesos que nos habiliten para detener a las políticas neoliberales y de la industria privada que están apegadas a intereses de oligarquías, elites políticas, económicas, industriales y financieras. Por lo que es vital advertir las causalidades para apuntalar la edificación de un sano concepto de sociedad civil que nos permita contar con las herramientas analíticas apropiadas para razonar sensatamente sobre lo que es la sociedad civil en la actualidad y, con ello, contribuir a la consolidación de las democracias por medio del conocimiento y las particularidades que cada sociedad precisa y que determinan en dónde y con quién es posible lograr su dignos grados de desarrollo.
Sobre el particular, teóricos humanistas como Abraham Maslow, Carlo Rogers, Clark Moustakas y Rollo May han fundamentado que la gente y los gobernantes se hagan conscientes de sus acciones en tanto que se conciban responsables de su libertad, además de esgrimir diversas hipótesis en las que postulan el bien común como lo correcto que puede ser participado por cada uno de los miembros de una comunidad en fundamento del cometido social, por ende, en favor de la justicia hacia todas las personas que la integran. Por ello, la substancial prioridad de las sociedades —en cuanto no puede ser el bien privado de ninguno de los miembros en particular— es el cumplir legítimamente un proceder que no se oponga a los valores que dignifican la calidad humana, los derechos de la humanidad y el sentido social del bienestar de todos, como el principio moral de ser inteligente, consciente y comprometido; porque el sano objetivo de todo individuo en sociedad se constituye al ejecutar la justicia legal, el respeto, la empatía y la solidaridad en virtud de lo que establece la convivencia entre los miembros de cada sociedad. Naturalmente, ese bien común sólo se puede engrandecer en la medida que se coopera pensando en los demás, ya que no es lo mismo la suma de los bienes particulares, aunque sean legítimos de cada persona.
Indudablemente, es vital el esfuerzo personal y colectivo para adquirir las virtudes necesarias, y con ello establecer el bien hacer en función de todo ser viviente, pero no como finalidad, sino como principio, de esta manera el afecto, la perseverancia, la conciencia, la dignidad, la inteligencia, el compromiso y la voluntad inquebrantable de cavilar con afecto hacia nuestros semejantes, son parte fundamental para lograr mejores condiciones de vida. Pongámoslo así, es como una moneda: Por un lado están las instituciones públicas, privadas y autónomas que sólo logran sus fines si cada integrante pone lo mejor de sí, y por el otro, ninguna persona con objetivos sociales puede trascender sin ellos, ya que ambas intenciones o acciones quedarían simplemente aisladas.
Entonces, hay que participar en virtud de los derechos universales, pero no sin antes hacer una autoevaluación para cumplir con responsabilidad tan significativo propósito.
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