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La soberbia y la avaricia atizan la traición



Por: Fernando Silva


En la historia de cada país se reconocen un sinnúmero de épicas hazañas, documentadas bizarrías y hechos heroicos de benevolentes personas (anónimas o ilustres) que en determinantes períodos —buena parte de ellos— sacrificaron la vida por ideales de justicia, libertad y paz, sin embargo, tan justificadas osadías y sensatas abnegaciones se enfrentaron con atroces bajezas y traiciones de gente reticente y sin escrúpulos, pero especialmente de grupos oligárquicos, que en su retorcida mezquindad continúan provocando nefastas derivaciones como un inaceptable racismo y clasismo; la muerte de millones de personas; el incremento de la pobreza; el quebrantamiento de los valores y los derechos universales; la contaminación y devastación del medio ambiente; el brutal aumento del armamentismo y los conflictos bélicos; patética subordinación hacia familias acaudaladas que, dicho sea de paso, se asumen como las dueñas del mundo; el deterioro de la estructura familiar y colectiva; el incremento de todo tipo de violencia; la inclemente explotación de trabajadores, el individualismo a partir de la ignorancia; incomprensible indiferencia hacia lo que sobrevenga, conductas de desapego familiar y personal al usar de manera obsesiva aparatos con tecnología «inteligente»… decisivos en la injuriosa tergiversación de las sociedades, naciones y sus respectivas culturas, educación y desarrollo. Tan despreciables consecuencias han condenado a alto porcentaje de la población mundial, al grado de evidenciar despiadada crueldad y, con ello, a expandir la inopia y tremenda indiferencia, además de fomentar un aislamiento, particularmente, en incomprensible falta de interés hacia el bienestar común.

De esta manera, la obscena filtración —en el marco del progreso socioeconómico en el mundo— de la corriente sociopolítica conocida como elitismo integra en su anal inconmensurables sucesos de cohecho, corrupción, traición, rapacidad y crímenes de lesa humanidad. En este escenario, la ignominia que motivan se debe en gran medida a sus insaciables objetivos y lóbregas intenciones, entre las que destaca pretender, incesantemente, controlar a las sociedades y a sus gobernantes que, desgraciadamente y en alarmante cantidad, se transfiguran en fatuos lacayos de estas cúpulas oligárquicas tan sólo por el ansia de tener parte de lo que éstas disponen, sin entender —y aún más grave, estando al tanto— de que mucho de esa riqueza material, si no que toda, es mal habida.

Sin pecar de inocencia, las ruines presunciones de la elite gravitan en dos evidentes fundamentales:

1) Que las divisiones de clases sociales —media y baja— son intrínsecamente incompetentes.

2) Y que en el mejor de los casos, nos consideran personas inertes y moldeables y, en el peor, ingobernables y desenfrenadas con una proclividad a minar sus prerrogativas.

Tales suposiciones, ya sean neoliberales, derechistas, capitalistas, conservadoras o antidemocráticas se establecen —en similar medida— en la justificación de conjeturas ideológicas rígidas y autoritarias, principalmente, en beneficio de la gente que tiene el dominio de los mercados financieros y bursátiles. En este sentido, la impertinencia de las oligarquías por la desigualdad y de no consentir las aptitudes individuales, de ninguna manera es comparable a los providentes razonamientos de la teoría social-demócrata, que busca apoyar las intervenciones y soluciones estatales —tanto económicas como sociales y culturales—, y que considera a los empresarios e inversionistas responsables y rectos que actúan conforme a las leyes, pagando sus impuestos, respetando el Estado de Derecho y los derechos humanos, como esenciales para el justo desarrollo de las naciones, asimismo, a quienes reconocemos y contribuimos a favor de los valores vitales como la libertad, el respeto, la equidad, la bondad, la paciencia y la fraternidad hacia nuestros semejantes, y que nos manifestamos de acuerdo con los principios de humanidad, imparcialidad, neutralidad y soberanía, según los cuales en sociedad podemos formular espléndidos argumentos acerca de la valía del bien común, lo que sin duda alguna es el mejor eje ético-moral que posibilita el propósito mundial de paz y felicidad o, por lo menos, que sea efectivo en los hogares.

Sobre el particular, en El príncipe, libro escrito por Niccolò Machiavelli para Lorenzo di Piero de'Medici, se plantean variadas maneras de alcanzar el poder, de cómo conservarlo e, incluso, acrecentarlo, bajo el cobijo de una peculiar ética de las monarquías hereditarias, sustancialmente, de las formadas a partir de noveles principados. Por lo que sin caer en los aspectos que pueden ser escabrosos, subrayo dos argumentos que considero pertinentes:

«Los hombres siguen casi siempre el camino abierto por otros y se empeñan en imitar las acciones de los demás. Y aunque no es posible seguir exactamente el mismo camino ni alcanzar la perfección del modelo, todo hombre prudente debe entrar en el camino seguido por los grandes e imitar a los que han sido excelsos, para que, si no los iguala en virtud, por lo menos se les acerque; y hacer como los arqueros experimentados, que cuando tienen que dar en blanco muy lejano, y dado que conocen el alcance de su arma, apuntan por sobre él, no para llegar a tanta altura, sino para acertar donde se lo proponían con la ayuda de mira tan elevada».

[…]

«La matanza de sus conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de fe, de humanidad y religión, son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el imperio; pero no adquiere nunca con ellos ninguna gloria».

Claro está que los principios de consonancia política, social y económica de la humanidad tienen la connotación de una estructura específica en función de la idiosincrasia y cultura de cada país, comprensiblemente no como producto de la mente de un ideólogo, sino por una serie de valores, aspiraciones y razones fundamentales sobre las cuales se procede discurriendo en cualquier materia que la población desea atender en la organización de su sociedad, como:

a) Responsabilidad profunda por las condiciones del pueblo, particularmente de la gente vulnerable, marginada, oprimida y violentada.

b) Convicción en la equidad, entendiendo por ésta, más que una sociedad basada en una intrincada igualdad de oportunidades o en la simple distribución de los ingresos, en una que integre entrañable consideración, altruismo, afinidad, así como equitativa distribución de la economía, ecuánime sistema escolarizado (desde el básico hasta el superior), sano fortalecimiento de la estructura familiar, legítima interrelación entre los sectores laborales y patronales, sensata potestad y privilegios de los dueños de empresas e industrias, culturización a partir del fomento a la lectura y el diálogo, es decir, que mientras hagamos valer los derechos humanos y todo aquello que contempla una sociedad sin clases y consciente del bienestar de todo ser viviente, será posible construir un futuro digno para todos.

c) Observación y vigilancia sobre la estabilidad y equilibrio del medio ambiente y los ecosistemas.

Por consiguiente, los seres humanos que consideramos conscientemente que el altruista bien hacer es la senda para disfrutar de esa ideal forma de vida que otorga justicia y paz en democracia, debemos actuar con responsabilidad para ponerle un contundente alto a cualquier forma de proceder que atice la traición, así como a toda aquella inclinación que suponga una maquinación malhechora y, con ello, dar congruencia a ese libre albedrío que es capaz de reconocer a sus semejantes como iguales, además, de compartir los conocimientos, así como las emociones sobre la base del entendimiento, la tolerancia, la inteligencia, el respeto, la comprensión… apoyándonos en la filosofía humanista, con el objetivo de lograr —amparados en la educación ética-moral— la libertad de pensamiento y de expresión para todo ser humano, así como brindar considerada deferencia a todo ser viviente.

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