Por: Fernando Silva
En la mayoría de los países, si no es que en todos, la falta de equidad, el racismo, la violencia, las ilegalidades y la marginación sistémica de personas privadas de los beneficios sociales al ser discriminadas por pobreza, carencia formativa o discapacidad, han socavado las respectivas culturas, limitando la justa y saludable democratización, así como la observancia de los derechos humanos en pro del bienestar de todos. Además, habría que destacar los impactos mundiales de la indigencia inducida hacia millones de seres humanos, la hambruna, el desempleo y un sinnúmero de atrocidades que todos los días se engendran desde las perniciosas cúpulas de control industrial, tecnológico, financiero y político. En ese sentido, y de acuerdo con los historiadores de la economía —particularmente aquellos especializados en la revolución industrial— consideran a la desigual inversión en la innovaciones tecnológicas y la incidencia geográfica del gasto para adquirir nuevos conocimientos en los eternos países en subdesarrollo y pobres como la principal causa que determinó —y continúan estableciendo— tan profundas y negativas desigualdades sociales. Lamentablemente, cualquier estudiante de economía aprende que el subdesarrollo es en esencia una modalidad interna desarticulada y extravertida, incapaz de sustentar y cohesionar los procesos de crecimiento económico sostenido y equilibrado en los mal llamados países del tercer y cuarto mundo. Conjuntamente, el patrón y la velocidad de la expansión, a su vez, afectan la justa distribución de ingresos a los trabajadores y, por ende, a sus familias, así como la inestabilidad, intimidación e inseguridad que resentimos en muchos aspectos la mayoría de los habitantes del mundo. Como diría José Luis Sampedro en su libro «Conciencia del subdesarrollo» en donde puso de manifiesto «Es imposible seguir defendiendo la tesis de que el objeto de la Ciencia Económica es la riqueza. Al contrario, su obsesión ha de ser la pobreza».
En torno a la falta asistencial, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estimó que el 98 por ciento de la inversión en investigación y desarrollo es realizado en las naciones ricas, de las cuales el 70 por ciento se ejerce en los Estados Unidos de América. Lo contradictorio es que estos países, son los mayores contaminadores e incumplen el monto de compromisos climáticos, además de no consumar su promesa de donar 100 mil millones de dólares al año para sufragar a las naciones en desarrollo para mitigar los daños que les han causado en su ecología y clima por décadas, de acuerdo con un análisis de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). De facto, el plan de pagos, respaldado por la ONU, fue acordado inicialmente en el 2009 para apoyar a los países económicamente pobres a lidiar con los efectos del calentamiento global y para que obtengan tecnología que detenga la polución.
Por otra parte, igual de mezquino —y quizás más vergonzoso— sea la incompresible indiferencia de personas que han profundizado y hasta extendido su incapacidad para identificarse y colaborar en contra de tan desafortunados escenarios, explayando tan inquietante comportamiento en sus ámbitos familiares y sociales replicando sin argumentar que «¡Todo está mal!». Por lo que seguramente sea la razón por la cual el bien común mantiene e intensifica su pauperización, ya que se observa que la mayoría de la gente advierte como algo normal el ser displicentes, apáticos e insensibles, lo que queda crecidamente demostrado por una multiplicidad de señales. Una de ellas —por cierto no menor— la doble confusión que se hace, por un lado, entre el bien común y el bien total y, por otro, entre el bien común y el interés general. Asimismo —y por extraño que se piense— las conductas que propenden a ver y juzgar las cosas por el lado desfavorable tienen entre sus defectos el que se propaguen con mayor ímpetu que las que procuran el bienestar de todos.
Sobre el particular, habrá que tomar en consideración que al siglo XX se le había colmado de principios éticos para la justa civilización, ya que venía amparado por un atractivo movimiento cultural e intelectual «La Ilustración» a cuyo período se le conoció como el «Siglo de las Luces» y por las revoluciones sociales en diversas latitudes, lo que suponía que el mundo estaba encauzado hacia una sana convivencia civil y, desgraciadamente, fue el siglo en donde la tecnología, principalmente la bélica fue la más violenta, que trágicamente lo coloca como uno de los peores. Ahora, en el aún lozano siglo XXI, tenemos —una vez más— la oportunidad de razonar y ejercer el interés general, pero no como un concepto único de los filósofos griegos o de la escolástica de la Edad Media, sino como un asunto acordado y reconocido sustancialmente por las sociedades y básicamente por los alentadores de la globalización, los mercados capitalistas transnacionales, los poderosos Estados-Nación, las organizaciones políticas y quienes desarrollan la vertiginosa tecnología del armamentismo y de la comunicación; en el entendido que los segundos (dirigidos por grupos elitistas) sustrajeron el bien común, que es el bien más común de los comunes, en cuanto que es pertenencia de la humanidad y, como tal, lo será si es construido en beneficio de todo ser humano y de los ecosistemas.
En concreto, el concepto de construcción en términos de calidad de vida se refiere al provecho social que cristaliza, de conformidad con las intenciones que apoyan e impulsan los heterogéneos códigos sociales que coexisten en cada sociedad, mismos que constituyen la manera especial de articular los elementos culturales, económicos, políticos, sociales, éticos y de identidad; por lo tanto, establece una reivindicación para la teorización, ya que si una teoría sobre la realidad histórica prescinde del reconocimiento de estas aspiraciones puede ser inocua, o bien banal para definir prácticas sociales, aunque simultáneamente las proposiciones sean útiles para dar esclarecimiento a los justos y democráticos procesos sociales. En este entendido, cuando pretendemos reglamentar el concepto de movimiento social como forma —precisando los acontecimientos que se pueden allegar bajo esta designación— hemos de tener en cuenta que en el panorama teórico general de estudios que se refieren a este tipo de fenómenos se utilizan tres conceptos distintos para definir los advenimientos de movilización ciudadana: Comportamiento colectivo, acción colectiva y movimiento social.
El hecho cardinal a reflexionar para establecer la necesidad de delimitar los espacios que ocupan estos conceptos es que contienen un espectro amplio de circunstancias, desde las necesidades básicas para la subsistencia, la propagación de noticias falsas y las reacciones colectivas de pánico, hasta la acción de grupos organizados y la vinculación —más o menos formal— de ciudadanos en la colaboración de la defensa de los derechos humanos, pasando por formas auto-organizadas como las asociaciones civiles o vecinales, las movilizaciones pacifistas, la convención de sindicatos o la de grupos en contra de la violencia de género… Por lo tanto, frente al comportamiento colectivo situamos el concepto de la participación informada, inteligente y consciente como la operación conjunta para la defensa de intereses comunes. En consecuencia, las manifestaciones coordinadas y propuestas a la atención del estado de derecho y destinada a la producción de bienes públicos, esto es, de patrimonios que están disponibles para todos los miembros de las sociedades —hayan o no participado en los esfuerzos por su logro— intentarán aprovechar toda aportación a través de la acción colectiva.
Sin lugar a dudas, los seres humanos somos el primer sujeto y los principales beneficiarios de las transmutaciones sociales en pro del bien común, por ello es importante conciliar con todos los actores de los sectores sociales, políticos, económicos, educativos, de salud y los formativos para elevar la calidad de vida de todo ser viviente, a partir de fortalecer con sensatez, la inteligencia y la consciencia.
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