Modelar la cultura del bien común en todo el planeta
- migueldealba5
- 4 ene 2024
- 5 Min. de lectura


Texto e imagen de Fernando Silva
Es ingente falacia pretender establecer los modos y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo de un grupo social, presuntamente, por el hecho de que quienes componemos una comunidad —al estar inmersos en ella— seamos depositarios de una fracción de cualquiera de estas habituales prácticas. Manifiestamente, a un antropólogo, historiador o a un investigador social no les basta con saber que cuentan con una pequeña parte de ese todo. Como antecedente, para el filósofo Platón, la Paideía (el proceso de crianza de los niños, entendida como la transmisión de valores y saberes técnicos inherentes a la sociedad) formula la significación de la cultura como el perfeccionamiento de mujeres y hombres conforme al propósito de su propia naturaleza, lo que establece la significación de la condición humana al participar consciente y activamente en generalidad. Tener en cuenta que el vocablo «cultura» procede del término latino Cultus, que hacía referencia a la actividad agrícola y que actualmente concebimos como el «cultivo de la psique» y, por ende, de las facultades cognoscitivas sensitivas e intelectuales. Y en base a las teorías del naturalista Charles Robert Darwin, ahora constamos que así como la biodiversidad, la humanidad igualmente se adapta a su medio ambiente, siendo la natural clave de la existencia de todas las culturas que han florecido y prosperado sobre el planeta Tierra.
Por consiguiente, la definición de cultura entraña notable desafío —puesto que como fenómeno social— abarca profundas y particulares ideas o designios en la mente para establecer y dar forma a nuestro entendimiento, cuya delimitación no hay manera de precisar, en virtud de que más de ocho mil millones de personas en el planeta intuimos, percibimos, aprendemos, afirmamos y compartimos —con o sin la capacidad de reconocer la existencia efectiva de algo— todo tipo de experiencias, saberes y sensaciones. En ese entendido, la antropología social, al tener el propósito de estudiar las culturas de manera comparada y orientada al conocimiento de los hechos, especialmente cuando revisten alta importancia y expresan las costumbres y tradiciones de los pueblos originarios o de las comunidades rurales, nos ponen de manifiesto que en ellas reside la ascendencia de la mayoría de la humanidad, en concreto, el punto de partida de los procesos de transformación a través de cambios evolutivos producidos en sucesivas generaciones.
Haciendo un sucinto repaso sobre los conceptos de: sentido de identidad, pertenencia y patrimonio (tangible e intangible), es posible comentar en ese orden lo siguiente:
A) La identidad es polisémica, considerando lo ontológico que precisa: «una cosa es igual a sí misma». La lógica. Dicho de un suceso que tiene antecedentes justificables. Y lo antropológico, que surge cuando la identidad se aplica a la humanidad.
B) La pertenencia, como conducta activa que define la manera en que nos comportamos y estimulando las acciones grupales como algo propio, con el objetivo de sentirnos o ser parte integrante de una singular colectividad a partir de la afinidad con nuestros semejantes.
C) Patrimonio. La definición elaborada en la Conferencia Mundial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, mejor conocida abreviadamente como UNESCO, celebrada en México en 1982, lo consideró como construcción social de la siguiente manera: «…comprende las obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas surgidas del alma popular y el conjunto de valores que dan sentido a la vida, es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creatividad de ese pueblo; la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte, los archivos y bibliotecas».
Desde esta perspectiva, un aspecto a considerar son las tergiversaciones en la historia de la ciencia en general y de la antropología en particular, a razón de que buena parte de los estudios realizados y criterios impuestos en el pasado, esencialmente en el siglo XIX, fueron elaborados bajo la valorización occidental dirigida en su mayor parte por perversas cúpulas oligárquicas y, en pleno siglo XXI, aún son amparados por ese artero sector social de la derecha política. De esta manera, en la mentada globalización se dio la paradoja de sustituir a las sociedades tradicionales e intentar exterminar la diversidad cultural entre las naciones —por efecto de su tóxico «Nuevo Orden Mundial»— en el que fomentaron dogmas clasistas, racistas e intolerantes hacia un extremismo violento. Por lo que la ahora decadente entelequia se ha visto sometida a una serie de choques económicos, políticos e ideológicos que la han minado irremediablemente, dando paso a las economías de «doble circulación», que proyectan separar la economía nacional de la global, protegiendo a la primera mientras se extraen oportunidades de beneficio de la segunda. Así, la guerra de Ucrania-Rusia y el genocidio de Israel hacia Palestina están siendo considerados por investigadores sociales como el último signo de la crisis de la globalización, acelerando las decisiones políticas destinadas a gestionar un momento marcado por la implosión del orden global y, en particular, hacia las políticas equilibradas y no sometidas a grupos de control mundial.
En consecuencia, las minorías y/o los grupos vulnerables que experimentan desventajas relativas en comparación con los miembros de un grupo social dominante, apelan a medidas humanísticas en temas como la autonomía regional, la representación política, reivindicaciones territoriales, derechos lingüísticos, justas políticas de la inmigración y ciudadanía… Por lo que encontrar soluciones éticamente defendibles y políticamente viables a dichas cuestiones constituye el transcendental desafío de la humanidad. Aquí, cabe resaltar la importancia de los cambios —individuales y colectivos en pro del bien común— adaptando las prácticas morales en función del patrimonio vivo, es decir, beneficiándonos de las iniciativas artístico-culturales que generamos los autores que, además de estar a disposición de todos, la mayoría hemos demostrado —hasta el agotamiento— que en nuestra labor creativa asumimos implícitamente el compromiso social de elevar las conciencias y la calidad humana en bien de todo ser viviente.
Como diría la escritora Luisa Etxenike Urbistondo: «La cultura no es una actividad del tiempo libre; es lo que nos hace libres todo el tiempo». De ahí que si atendemos la contribución moral, consciente, generosa y participativa de la comunidad de las bellas artes, estaremos una vez más ante la oportunidad de redefinir las prioridades educativas, formativas, ecológicas, económicas, laborales, políticas y culturales, con la sana intención de coordinar y poner en práctica acciones conjuntas y coherentes en la ruta hacia la paz social, la justicia, la fraternidad, la empatía, la equidad, la tolerancia, el respeto, la armonía… en las sociedades que, urgentemente, requieren de más seres humanos que manifiesten como claro objetivo o empeño, fortalecer la voluntad, pensamientos y conocimientos para generar argumentos éticos-morales sólidos y, con ello, comprendernos e interactuar pensando en modelar la cultura del bien común en todo el planeta.
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