Por: Fernando Silva
En todo el mundo podemos observar tres indignantes propensiones de una misma adversidad: el racismo, el clasismo y la discriminación, en donde se cataloga y desvincula a las personas en grado del valor en una retórica discursiva de control social por parte de quienes se consideran autofacultados para estar por encima del resto, asumiendo autoridad mediante la negación de los derechos del resto de seres humanos que estúpidamente consideran inferiores, por lo tanto, y sin el menor asomo de respeto, conciencia o sensatez, pretenden controlar nuestras condiciones de vida, tanto material, cultural, educativa y personal. Por lo que las derivaciones de tan aberrante postura, la podemos comprobar tan sólo con entender las circunstancias que conlleva la pobreza, esa que va más allá de la falta de ingresos y recursos para garantizar los medios necesarios de una vida sostenible, de tal manera que lo relacionado con las prácticas de los grupos sociales desfavorecidos por la falta de equidad y de reconocimiento a sus tradiciones y costumbres son vistas por las oligarquías como imperfectas y atrasadas, suscitando despiadados abusos y violaciones de todo tipo.
Lo inquietante es que la invisibilidad de tan lamentables comportamientos es a razón de que se generan en excesivos hogares y en miles de centros de formación académica, por causa y efecto de la disociación ideológica-económica, de esta manera padres o tutores y las escuelas que acogen a alumnos de las familias ricas —desde una perspectiva monetaria— así como las que atienden a los hijos de la clase media y aquellas que son públicas o gratuitas, son ejemplo de un microcosmos con su crucial provenir y en el que posteriormente se verá evidenciado —en el macrocosmos social— el desalentador porvenir. Naturalmente, este tipo de diferenciación en la educación e instrucción no es conveniente, pero algunas estructuras familiares, formativas y sociales —ultraderechistas o conservadoras— amparan tal proceder fomentando una enfermiza disposición de las clases sociales. Por lo que es posible advertir que el punto de partida para elaborar una definición de la estratificación social, es a partir de lo que han escrito y establecido los economistas e historiadores de la clase que acumula el mayor porcentaje financiero. En consecuencia, la concepción de «clase» que asignaron se torna como la tribuna para explicar las desconcertadas conductas de buena parte de la población mundial, así como de las insanas prácticas de control por parte de las elites empresariales, bancarias y políticas que se benefician a partir del cohecho y la corrupción.
En este sentido, hay que identificar que por lo menos constan tres contrariedades en la política neoliberal y de extrema derecha, mismas que se refuerzan con grupos represivos y clasistas —poco o nada honestos— para impedir que se promueva suficientemente el desarrollo social.
La primera, para estas cúpulas discriminatorias, los intereses económicos tienen prioridad sobre las necesidades sociales, como se pone de manifiesto en las reestructuras de las finanzas públicas de un sinnúmero de naciones poderosas para aumentar la inversión privada en los sectores directamente productivos que forman la articulación físico-económica y que determinan la ocupación espacial de los territorios; también, reduciendo las deudas públicas de quienes están en la cima de la distribución de ganancias y en favor de mantener la injusta competitividad en el mercado mundial mediante recortes impositivos que les otorgan desiguales beneficios fiscales.
En segundo lugar, para comprender la liberación fondos en favor del desproporcionado crecimiento financiero de las supremacías industriales, es importante considerar que la actual economía global —implantada después del proceso de reestructuración de la ex Unión Soviética (URSS) y de la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989— se fundamenta sobre un capitalismo «liberal» que se sustenta y se enriquece de manera creciente mediante los mercados cambiarios, aislándose en un círculo autorreferencial. En este entorno la economía productiva, los recursos naturales y el grueso de la humanidad somos continuamente objetos de un proceso de desvalorización, que tiende a legitimar toda forma de desavenencia y desconocimiento de los más relevantes entre los bienes comunes: El equilibrio ambiental del planeta, el derecho a la dignidad de cada ser humano y el sentido de justicia hacia un mejor porvenir para las presentes y futuras generaciones. Por lo que la economía es por lo tanto puesta de frente a retos éticos-sociales como la libertad, la solidaridad y la justicia. En consecuencia, es imprescindible ubicar el gasto en el sector social mediante la reorganización y el incremento del sistema de asistencia social. Contradictorio a estas ponderaciones, el modelo neoliberal adoptó medidas «válidas» para las cúpulas económicas con la intención de privatizar dependencias públicas e incorporarlas a los intereses del mercado. Evidentemente, tales medidas agudizan la pobreza y ahondan la brecha entre los receptores de asistencia social y los beneficiados por efecto del cohecho y el influyentísimo.
En tercer término, los gobiernos con un liberalismo heterodoxo, desgajado del tronco principal de la ideología de individuos que cuentan con alto y adulterado nivel adquisitivo, preconizan estrategias destinadas a la reducción en el gasto social, obviamente, intensificando los problemas de los grupos sociales más vulnerables. En ese sentido, su política es marginal, nunca añadida a la gestión integral del justo gobernar, por lo que no quieren vincular su progreso con el desarrollo social de bien hacer como factor del sentido de identidad y pertenencia.
Estas incoherentes normativas tienen como guía la soberbia ideología oligárquica que mide los valores sociales en términos de que parte de la humanidad somos tan sólo bienes mercantiles, además de tener como cómplice subyugada a la ineficaz Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Un aspecto que debe tenerse en cuenta —en tan represivo escenario— es que en las dos primeras décadas del siglo XXI, continuamos afrontando graves conflictos que están relacionados con el decadente pero aún mantenido modelo capitalista —con su sometida globalización— ya que el deterioro medioambiental, el detrimento de los recursos naturales y la sobrepoblación en las principales ciudades de cada nación ponen de manifiesto los límites físicos y ecológicos del patrón de crecimiento económico, político, laboral, educativo, formativo y cultural, por lo que el menoscabo del capital social, el que la gente no cuente con lo necesario para vivir y el que se les seleccione excluyéndolos, son los principales detonadores de la falta de equidad, la pérdida de los valores que le dan sentido al vivir en ambientes donde prevalezca el respeto por los derechos humanos y que procuran que las relaciones sean saludables para que juntos superemos las dificultades o retos que se nos presentan. Asimismo, el proceder desinteresado por el bienestar de los demás, el desmedido desperdicio de alimentos y el supremacismo blanco, entre otros aspectos —de buena parte de la gente que vive en los autollamados «países del primer mundo»— deriva en mayor delincuencia, violencia, guerras y hasta en la desintegración de familias en las naciones pobres al intentar emigrar para obtener los medios básicos que les permitan un techo, alimento y tener la oportunidad de un trabajo para hacer llegar un recurso pecuniario a quienes tuvieron que dejar en el desamparo.
Aquí cabe reconsiderar una de las preeminencias de la teoría social sobre los cambios que trascienden a partir del mecanismo general en el desarrollo de crisis entre las fuerzas económicas y las relaciones sociales, en donde la organización consciente —que piensa en el bien común— no debe ser un episodio aislado, sino movimientos de las sociedades ante las represiones, propensiones y contrariedades del autoritarismo oligárquico. Por consiguiente, las derivaciones del cambio en la dimensión personal y psicosocial no pueden llevarse a cabo eludiendo los conflictos y/o las crisis, ya que la complejidad del génesis y designios individuales y colectivos, así como la importancia de una revisión que sea tan geopolítica como histórica podríamos manifestarla en pro de elevar la calidad humana, respetando la equidad, la dignidad de todo ser viviente, el origen étnico-racial y de género, al punto que los derechos humanos se lleven a la práctica de manera eficiente.
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