Por Carol Perelman
@carol_perelman El mayor problema con los gases de efecto invernadero es que, una vez que los arrojamos a la atmósfera, la mayoría permanece ahí de forma estable, acumulándose como una gran cobija que calienta nuestra Tierra y atrapa la radiación que nos llega del Sol. Uno de estos gases, el dióxido de carbono -CO2-, tan esencial en la fotosíntesis de las plantas y en nuestra respiración, se mantuvo por milenios en un equilibrio prístino permitiendo junto con otras moléculas el desarrollo de los distintos climas y de la vida en nuestro planeta.
Sin embargo, este mismo gas también se genera durante la quema de carbón, gasolinas, madera y gas, y permanece en la atmósfera entre 300 y mil años sin ser degradado. Así que, en términos prácticos, podemos asegurar que siguen ahí, flotando, sin haber sido perturbadas ni alteradas, las primeras moléculas de CO2 emitidas en el siglo XVIII por la emblemática máquina de vapor de James Watt, símbolo de la Revolución Industrial. Increíble. Pero eso también quiere decir que el dióxido de carbono que escapó hoy del motor de tu auto quedará atrapado en la capa atmosférica más allá del año 2322. Esto me lo imagino como si, diariamente, entre todos los terrícolas metiéramos más relleno insulante a la ya de por sí regordeta colchoneta que recubre al planeta. Claro que unos le ponemos más que otros, la cosa no es tan pareja; no comparamos lo que aporta una mujer tarahumara que vive en una aldea sobre la Sierra de Chihuahua con lo que contribuimos quienes vivimos en la gran ciudad. Pero, al final, el cobertor queda igualmente grueso y suficientemente térmico para calentar la única Tierra. Y digo que lo hacemos nosotros porque este calentamiento global es resultado directo de la actividad industrial humana que diariamente deja huella de nuestro quehacer. Qué responsabilidad la nuestra el haber arribado en último lugar en la evolución de las especies biológicas y ser el miembro que modificó el curso natural del planeta, y lograr un nuevo periodo geológico inducido, que hoy conocemos ya como el antropoceno. Quizás es una verdadera casualidad, pero siempre me ha sorprendido que la primera plana del New York Times del día que nací, lunes 25 de julio, contenía en 1977 una nota que reportaba los resultados de un estudio de científicos de la Academia Nacional de Ciencias en que avisaban que si se seguía dependiendo del carbón como fuente de energía habría consecuencias importantes en el clima, con posible aumento del nivel del mar y una disrupción en la producción de alimentos.
Hoy ya vivimos, 45 años después, algunos estragos de esta observación científica y sabemos que no es sostenible continuar con nuestras acciones sin considerar que tienen un impacto en lo individual y en el colectivo. Algunas ya irreversibles. Lástima que no se hizo caso desde entonces a ese llamado claro y estudiado. Desgraciadamente, en 2022 ya somos testigos de consecuencias de los climas extremos: de sequías, inundaciones, olas de calor, incendios, huracanes de gran fuerza que ocurren en parte como resultado de la disrupción de esa armonía que existía, y con cuantiosos costos, no sólo económicos, financieros, sociales y políticos, sino también en pérdidas de vidas humanas directas -e indirectas-.
Mismas excusas económicas, financieras, sociales y políticas que muchas veces detienen a los actores a comprometerse y actuar. ¡Vaya miopía! Pagamos durante la emergencia con la misma moneda que buscábamos ahorrar, con tal de no invertirla para evitar la tragedia. Ante ello, finalmente hace 30 años el mundo se ha tratado de organizar y en unas semanas, entre el 6 y el 18 de noviembre, comenzará en la ciudad de Sharm El Sheikh, en las costas del Mar Rojo sobre la Península del Sinaí, en Egipto, la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en su edición 27, la COP27. Obviamente, es inminente que uno de los tantos temas obligados a abordar durante la cumbre será la íntima conexión entre el calentamiento global y nuestra salud (y viceversa, cómo los recursos de los sistemas de salud tienen impacto en el calentamiento global). El vínculo es demasiado estrecho hacia ambas direcciones. Las reuniones anteriores han llegado a ciertos acuerdos y compromisos. Sin embargo, uno de los puntos medulares a dilucidar es cómo contabilizar la responsabilidad, ya que la mayoría de las emisiones provienen principalmente de países desarrollados, mientras los más pobres absorben los mayores daños. ¿Es posible tener desarrollo y crecimiento económico a la vez que se cuida el medio ambiente? ¿Cómo hacer más resilientes a los más desprotegidos? Y, más allá de ello, los cambios en el clima obligan a que las personas recurran al desplazamiento, aumentando la migración y volviéndolos susceptibles a enfermedades. ¿Cómo se logra la anhelada independencia del carbono como fuente de energía bajo los parámetros de derechos humanos? Los temas no son sencillos e involucran muchas aristas a evaluar; los países tienen intereses y problemáticas distintas. No hay soluciones únicas, inmediatas ni generalizables. Sin embargo, es fundamental se avance, ya que el revertimiento, o al menos el freno del aumento de la temperatura global, no sólo depende de las acciones individuales y comunitarias, sino que deriva también de las decisiones en políticas publicas y de la cooperación entre las naciones para resolver amenazas globales –similar a las intenciones durante la pandemia por COVID19. Expertos aseguran que el cambio climático amenaza las mejorías que en las últimas décadas ha tenido el progreso de la salud humana, observando cómo retos para el planeta se transforman en impactos negativos a nuestra salud y seguridad social.
La conexión es clara si vemos ejemplos concretos, como lo ocurrido hace semanas con las inundaciones de un tercio de Pakistán, que atrajo enfermedades como cólera y malaria, además de falta de saneamiento y el desplazamiento de las personas.
La tala del Amazonas en Brasil, pulmón del planeta, donde pueblos originarios se perturban, especies endémicas se pierden y ecosistemas vírgenes se invaden y nos exponen a potenciales patógenos antes no conocidos.
O, tal vez, con las intensas olas de calor en el verano europeo que ocasionaron muertes en personas de alto riesgo, así como exacerbaron temas de salud mental. Pero este entrelazamiento también muestra que la nutrición y el aire tienen mucho que ver, y que la deficiencia mineral en los humanos, específicamente del zinc que obtenemos de las plantas, está relacionada con el incremento en las emisiones de dióxido de carbono.
O que el aumento en el riesgo de desarrollar demencia está vinculado a si vivimos o no cerca de avenidas transitadas, por lo que encontramos que la planeación urbana sí afecta la salud neurológica.
Y que eventos como sequías extremas se asocian a mayores admisiones hospitalarias por eventos cardiovasculares. O que si hay menos abejas aumenta significativamente la deficiencia de vitamina A y folatos en humanos. Y que cada año 3.3 millones de personas fallecen en el mundo a consecuencia de la contaminación del aire. Cualquiera estaría de acuerdo que esto nos obliga a ver a la salud humana desde otra perspectiva, desde un enfoque vinculado con la Salud Planetaria: con la biodiversidad, con los ecosistemas, con el aire, la tierra y el agua. Somos parte de un todo mayor y no podemos disociarnos,, nos afectamos mutuamente los humanos y el planeta, en continuos ciclos de convivencia constructiva, pero también a veces en desgastantes procesos de erosión. En los Acuerdos de 2015 de París –en la COP21- se estableció como meta detener el incremento de temperatura en menos de 2 grados Celsius respecto a niveles preindustriales, con el ideal de no superar la meta de 1.5ºC para fin del siglo y tener neutralidad climática hacia 2050.
Sin embargo, expertos aseguran que al ritmo que vamos, el aumento será de 2.4ºC y no llegaremos a cumplir los objetivos. Debemos ser más agresivos con las decisiones; la inactividad tiene un costo alto en la salud del planeta y en la nuestra como especie. Y hoy, además, estamos contra el tiempo. Con el aumento en el promedio de la temperatura global, el clima se altera y, con ello, los ecosistemas (bosques que dejan de serlo), el comportamiento y patrones de enfermedades infecciosas (como las transmitidas por mosquitos), la frecuencia e intensidad de los fenómenos naturales (un quinto del planeta estuvo en sequía extrema, que expuso a las personas a inseguridad hídrica y alimentaria), cambia el nivel del mar modificando la intersección en las costas (como en ciertos atolones del Pacífico Sur) y todo esto exacerba la pobreza, afecta la salud física y mental, y los sistemas de salud pública.
Para entender esta situación más a fondo, la revista científica The Lancet creó en 2015 una Comisión: Lancet Countdown para monitorear, comunicar y estudiar esta relación y el 26 de octubre publicará su reporte 2022 frente a la COP27, respecto a la situación actual. Justo a tiempo para que los líderes, tomadores de decisiones y el público general conozcamos más y sepamos cómo actuar mejor; que tomemos más en serio la importancia de cambiar nuestro comportamiento, desde en el uso de la energía hasta en nuestras dietas, para mitigar el impacto del cambio climático que afecta nuestra salud, considerando medidas de adaptación y pensando en el alcance para el logro de los Objetivos planteados para el Desarrollo Sostenible. El cambio climático –y la pandemia- han exacerbado las ya existentes inequidades, donde los más afectados son los más desprotegidos, y son también quienes generalmente tienen una menor aportación al calentamiento global. Pero ambas crisis, la sanitaria y la climática, requieren del entendimiento de la problemática desde la ciencia, la voluntad y cooperación de los países pero también la implementación por parte de los ciudadanos, corporaciones y asociaciones. ¿Quién resuelve un problema que es de todos? ¿Cómo se aborda un reto de tanta complejidad? ¿Qué puedes hacer tú desde tu cotidianidad? Estaremos atentos de las ideas, negociaciones y acuerdos en COP27 cuyo lema es “juntos por la implementación”, #JustoYAmbicioso. Hoy nos toca ser realistas sin perder el optimismo y la esperanza. Nos toca a todos y cada uno de los ya casi ocho mil millones de terrícolas hacer su parte por esta reparación global. Por el urgente Tikun Olam.
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