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La libertad expresiva en las creaciones estéticas



Por: Fernando Silva


A lo largo de la historia, desde filósofos hasta científicos sociales han investigado, comprendido e interpretado la diferencia entre arte y creación estética, concluyendo que lo primero es la capacidad o habilidad para hacer algo, por lo tanto, tenemos el arte de amar, de cocinar, de vender, de pescar, de estudiar, de reír, de trabajar, de meditar, de ejercitarse, de comer, de tejer, de seducir… Acciones que toda persona puede realizar sin mayor dificultad, dejando en claro que producir algo nuevo de la nada es fuente de conocimiento y reconocimiento de lo bello. En ese sentido, la estética es primordialmente el acumulado de noción que busca establecer, de manera racional, emocional e intuitiva, los preceptos que organizan y orientan el discernimiento de lo que es efectivo o tiene mérito práctico, así como el sentido del obrar humano que nos permite a los autores observar, estudiar, reflexionar y producir piezas de excelencia y/o embelesamiento.

En materia de indagación, lo estético supone un universo apasionante con un sinfín de matices, sugerente y a la vez sublime pero, por su propia naturaleza, difícil para ser abordado desde un sólo punto de vista, evidentemente, quienes creamos nos comunicamos de diversas maneras, por lo que si alguien intenta estructurar un análisis exclusivamente racional obtendrá tan sólo fragmentos de las respectivas propiedades e intenciones. Empero, es posible vincularnos en sintonía —con alta posibilidad de entendimiento y comprensión— desde nuestra naturaleza humana, aquella que manifiesta apego a la filosofía que es abierta y tolerante con otras personas que lo necesitan y sus opiniones, que tiene costumbres e ideas libres y sin prejuicios y favorece las libertades individuales, así como afirma que todos tenemos derechos y la responsabilidad de dar sentido y forma a nuestra propia vida. En este entendido, hay quienes los asociamos al saber de las disciplinas humanísticas, de los studio humanitatis, que se consolidan como campo del saber, por lo que es importante razonar que tales estudios se distinguen del pensamiento dogmático e igualmente del conocimiento demostrativo propio de las ciencias exactas, ya que están fundados en el Trivium, expresión medieval que se aplica a los ciclos de las siete artes liberales, que surgen a partir del s. VI, formada por la gramática, la dialéctica y la retórica, abarcando la filosofía, la filología, la historia y la literatura, entre otras disciplinas ético-morales.

Comprensiblemente, el cambio de escena ideológica tiene el propósito de que evolucionemos conscientes y transformando nuestro entorno personal y social con la intención de fortalecer la capacidad creadora que todo ser humano posee, también, para defender la libertad y la dignidad en el ideal de que cada quien sea dueño de sí mismo y no dependiente de voluntades ajenas o de fuerzas inexorables como las que insisten en imponer las oligarquías y sus sistemas neoliberales y ultraderechistas, en donde el dinero es lo primordial para su existencia. Tan obsesiva suposición influye de manera perniciosa en gente que, además, se autodetermina «superior», lo que nos permite contemplar cómo su sensibilidad la van relegando a algo secundario y sin importancia, tanto es así que, cegados por la soberbia y la avaricia, al estar ante una pintura o escultura expuesta en un espacio público o privado no alcanzan a percibir la belleza en ella o el mensaje que designa, y en el mejor de los casos se preguntarán cuánto vale a partir del dictamen de la viciada cúpula de traficantes y/o caciques culturales integrada por museógrafos, galeristas, marchantes de arte (comúnmente conocidos en esos circuitos cerrados con la etiqueta de Art Dealers), coleccionistas, casas de subastas… Asimismo, en ese amargo listado caben los «críticos masivos», que suelen alterarse a razón de que ignoran algún saber o se aterrorizan tan pronto se pone en evidencia que no conocen al pintor o escultor y, mucho menos, la técnica ni el sentido de sus piezas.

Me permito —para puntualizar el concepto de «críticos masivos»— recurrir al investigador, crítico de arte, curador, teórico y profesor Juan Acha, que en su libro Crítica del arte. Teoría y práctica concentró su didáctica sobre la epistemología y retórica de la crítica hacia finales del siglo XX, ubicando en tan deplorable casillero a pseudo periodistas y comentaristas culturales, algunos de ellos escritores literarios sin conocimiento profundo sobre estética pero, eso sí, diestros en escribir «bonito». Acha responsabilizó a directores de diarios y jefes de suplementos por este tipo de nocivos personajes quienes, por estar obligados a ser entretenidos o «doctos», colocan en categoría de vedettes a un sinnúmero de personas que ejercitan un oficio de manera mecánica (no creadores), además, haciendo culto a su arte objeto y desmitificando las ideas y principios fundamentales de las artes plásticas, por lo que Juan Acha reiteradamente amonestó esas diatribas elaboradas por iletrados, irresponsables y faltos de respeto hacia la comunidad que integra a las bellas artes pero, principalmente, por el menosprecio que depositan —con sus mediocres textos— a los lectores que les ceden desde confianza y hasta deferencia.

Por consiguiente, si los creadores somos el origen de las piezas, las obras infaliblemente proyectarán ideas, mismas que se hacen accesibles al espectador en función de una atenta contemplación y bajo el cobijo de la sensible percepción; dicho de otra manera, somos esa subjetividad creadora, capaz de hacer algo armónico y agradable a los sentidos desde el punto de vista de lo que, por la perfección de las formas, volumen o colores, complace a la vista y, por extensión, a la psique. Lo que nos sitúa en plenitud ante la mismidad de lo expresado o representado en cada pintura, escultura, performance… y cuyo impacto no se dirige esencialmente a la capacidad de raciocinio, sino a la facultad de sentir; lo que acerca —a quien mira y cavila con atención— a la esencia de dos excelsas actividades humanas, el bien pensar y el bien hacer, en sensata aplicación de la justicia y los valores universales.

En concreto, lo que la mayoría de autores y/o creadores queremos es distinguir y, en esa medida, transmitir la esencia vital de tan espléndido proceso que posee o estimula la capacidad imaginativa de invención y su dimensión ontológica. No haciendo distinción y separación de los elementos pictóricos, escultóricos o del período histórico en que realizamos tal o cual pieza, sino revelar la expectativa de trascendencia que logramos al realizarla. De esta manera, nos damos cuenta de que cada obra exterioriza, de una manera o de otra, nuestra sensibilidad, pensamientos, intuiciones y emociones en su forma más pura. Es esa creación que nos deja sin palabras, debido a que cuando nos situamos ante ella y la contemplamos con diligencia, nuestro ser queda desde apabullado hasta complacido, ahí queda materializada la esencia más íntima de nuestra realidad, y donde se expresa nuestra idiosincrasia en plenitud.

En virtud de lo anterior, la libertad expresiva en las creaciones estéticas se ve amparada y vigorizada por los creadores que participamos activamente en pro de los derechos de autor y que realizamos piezas a partir de las ideas o temas que resultan de nuestra propia inventiva, así como por ejemplares gestores culturales, historiadores, antropólogos, sociólogos, investigadores, académicos y personas que laboran en la formación de las artes mayores, mismos que organizados y comprometidos fortalecen la promoción artística; además de autoridades de las instituciones públicas que elaboran leyes y/o reformas legales en favor de establecer óptimas condiciones de difusión y divulgación de la cultura en cada país, respetando toda manifestación sin favoritismos y, principalmente, sin censura. Por consiguiente, aquella persona que desee adquirir una pieza artística, puede ir directo al taller del autor y lograr un mejor precio, además de grata vinculación.

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