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De la interpretación de las leyes a la justicia humanística


Por: Fernando Silva


El concepto polisémico del humanismo, quizás sea el mejor eje de la filosofía ética-moral y, por ende, de los valores que dan justicia por ser una corriente de pensamiento que ubica magnánimamente a las demás probidades hacia el bien común, lo que a su vez implica equidad, rectitud e imparcialidad en Estado de derecho. Por consiguiente, el ideal de sociedad que reconoce y respeta como valores esenciales la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley se vuelve trascendental para la promoción de los derechos humanos, definidos a través de los principios de dignidad, legalidad, subsidiariedad y fraternidad que inducen la voluntad hacia meritoria realización individual y colectiva. Por lo tanto, el sentido que le brindemos a nuestras reflexiones siempre se verán reflejadas en la disposición que le defiramos a la conducta y, de ahí, hacia la felicidad o hacia la desgracia. En ese sentido, indudablemente uno de los mayores quebrantos que podemos experimentar es al recibir o generar injusticia. Ante ella, en el mejor de los casos se llega a experimentar indignación, pasión, cólera, impotencia… y, en el peor, se puede dejar llevar por impulsos y deseos de venganza, ejecutar actos violentos e incluso llegar al extremo de asesinar. Lógicamente, tales trastornos emocionales pueden surgir por efecto de herencia biológica y/o la influencia de los entornos socioculturales que forjan el comportamiento, las maneras en que nos relacionamos y el individual modo de comprender la mayoría de los hechos y las cosas.

Sobre el sentido procesal, ilustres filósofos, antropólogos, etólogos, psicólogos, historiadores, sociólogos e intelectuales han aportado profundos razonamientos sobre la justicia, a fuerza de pensar cuáles son las leyes que deben presidir en una sociedad equitativa y constitucional. Así como la afinidad que contrae con otros arquetipos como la libertad y la paz; reconociendo que sus hipótesis han cumplido un rol fundamental no solamente como construcciones teóricas en sí mismas, sino como fuentes de inspiración al concebir el progreso económico, político, educativo, formativo, cultural y de seguridad social en la interacción y desarrollo de la humanidad. Sin embargo, concebir el vital principio ético-moral en términos meramente positivos puede frenar la posibilidad de entrever sus variantes y facetas, encubriendo su complejidad, particularmente cuando se dictamina a partir de la interpretación de abogados, jueces, legisladores, magistrados o ministros.

Permítanme una breve apostilla. Interpretación proviene de Interpretatio y a la composición de un todo por la reunión de sus partes de —lo griego con lo romano— se hizo sinónima de Hermenéutica, que Aristóteles entendió por herméneia, la relación de los símbolos lingüísticos con los pensamientos y, a su vez la de los pensamientos con las cosas. Para el filósofo, polímata y científico griego, las palabras son signos de las afecciones de la Psique —ánima o alma en latín— y que él acepta al entendimiento como parte del Logos (razón/palabra) que en sí son las mismas para todos al constituir las imágenes de objetos idénticos para ese todo. Por consiguiente, interpretar es establecer la referencia de los signos verbales a los conceptos (afecciones de la mente) y de éstos a las cosas. Las características de esta doctrina sobre la interpretación son:

1. La interpretación es un acontecimiento que sólo ocurre en el alma, luego, es un hecho mental.

2. El signo verbal o escrito es distinto de la «afección de la mente» o concepto a que se refiere.

3. La relación entre el signo verbal y el concepto es arbitraria, así como convencional y, la relación entre el concepto y el objeto es universal y necesaria.

Para el filósofo alemán Martin Heidegger, la interpretación es el estudio del desarrollo de las posibilidades efectivas del comprender (Ser y Tiempo). Esta concepción sólo es inteligible y utilizable desde la filosofía y no para verificar la validez del concepto de elucidación en otros campos.

Evidentemente, el anhelo por la justicia particular y social resulta de la observación y menoscabo generado por las múltiples y crecientes tropelías; asimismo, por intentar —por todas las vías posibles— vivir en armonía, ecuanimidad y probidad. En este entendido pareciera, o así lo advierto, que la tipificación del «bien común» con el «bien social» es un desacierto que proviene de confundir el sentido de comunidad humana (conjunto de las personas de un pueblo, región o nación) con el de la sociedad civil (como concepto de la ciencia social que designa a la diversidad de personas que con categoría de ciudadanos y generalmente de manera colectiva, actuamos para tomar decisiones en el ámbito público que conciernen a todo individuo situado fuera de las estructuras gubernamentales, de los partidos políticos, las empresas o poderes económicos y las instituciones religiosas), dicho de otra manera, los respectivos bienes o fines son: el de la comunidad humana, es el bien común; y el de la sociedad civil —aquella parte de la humanidad que la conforma— es la civilización.

En tal escenario, la interpretación de las leyes es axial, y lo es por ser la base sobre la cual se erigen buena parte de las teorías del derecho, de modo que el enfoque que se asuma establece el talante ante cualquier criterio —equivocado o acertado— de orden jurídico. En efecto, una postura iusnaturalista, positivista, estructuralista... incide y da el contenido teórico-práctico a lo que se considere en la interpretación, asimismo, la experiencia y rango de autoridad de quien la establece, más cuando se ponen en la mira pública los antecedentes profesionales y se llegue a denunciar y a confirmar conductas indebidas como la prevaricación, delito que hace referencia a las conductas por parte de jueces y magistrados, consistente en dictar una sentencia o resolución injusta (de forma dolosa o por imprudencia grave o ignorancia inexcusable), así como de negarse a juzgar una causa o producir un retardo malicioso. También, advertir que el obrar en contra de lo que está mandado —con mala intención— pueda ser ejecutado por otros servidores públicos.

La vertiginosa transformación que generó globalizar los derechos humanos impulsó la semántica del concepto del derecho, lo que conllevó a que no sólo se diferenciara de la ley, sino también sobre el modo de interpretar las normas. Es así que se produjo el pasaje del Estado constitucional al actual Estado democrático regido por el paradigma neo-constitucional. A partir de esto, las esferas del Estado se han ido adaptando a los requerimientos que presenta el siglo XXI y el futuro, en donde probablemente las tecnologías y la inteligencia artificial (IA) ocuparán el rol de legítimas autoridades incorruptibles, lo que indudablemente garantizará la tutela judicial efectiva, así como de sensatas y progresivas concepciones en pro del bienestar de todo ser viviente. Es así que en el porvenir inmediato deberemos tener en cuenta todas las aristas que se proyectan sobre el derecho de acceso a la justicia en base a los principios y valores humanistas que seguramente facilitarán la flexibilización de las normas para resolver los casos de manera reflexiva, justa y equitativa, así como a dejarse guiar —o a emitir fallo— por el sentimiento del deber y de la conciencia, más que por las prescripciones rigurosas de la justicia o por el texto terminante de alguna ley.

En esa dirección ¿de qué vale tener derechos reconocidos si no se pueden efectivizar a causa de la presión que ejercen cúpulas oligárquicas? De continuar así, el sentido de la certeza en cuanto a la justicia y a la facultad del ser humano para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida se mantendrán vulnerados, por lo que urge organizarnos, informarnos y trabajar en pro de que el rol de los jueces permita que asuman con respeto y acatamiento tan vital paradigma. Factiblemente, un imponderable sistema judicial será aquel en que legisladores, abogados, jueces, magistrados y ministros —supeditados en la correspondencia de uno a otro— inquieran las conclusiones de sus discrepancias en los principios de legalidad, honestidad, imparcialidad y rectitud, más que en la pesada doctrina, a fin de que las leyes funcionen del lado de la justicia, de los derechos humanos y del respeto hacia mujeres y hombres, los ecosistemas y, naturalmente, a nuestra Madre Tierra.

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