El espejo roto de la crítica
- migueldealba5
- 24 sept
- 3 Min. de lectura

Yo temo ahora que el espejo
encierre el verdadero rostro
de mi alma soberbia,
defensiva y aterrada,
el que Dios ve
y acaso ven los hombres…
Poema El Espejo
Jorge Luis Borges
En política, la crítica pública funciona como un espejo, pero los gobernantes parecen siempre verlo distorsionado: si el reflejo es desfavorable, lo niegan; si es preciso, lo desacreditan; si es legítimo, lo reducen a “campaña mediática”. La reacción inmediata es universal: minimizar, acusar, mirar a otro lado. ¿Por qué les resulta tan insoportable lo que se dice de ellos?

Una primera respuesta puede hallarse en la psicología del poder. Quien está en un cargo suele construir una autoimagen cimentada en el liderazgo y en la capacidad de resolver problemas. La crítica pública hiere esa narrativa personal y colectiva porque muestra fisuras que el político se esfuerza en ocultar.
En términos de psicología social, el gobernante no percibe la crítica como un insumo para mejorar, sino como una amenaza a su estatus, y el miedo a perder prestigio se traduce en defensa automática: atacar al mensajero.
El poder, en sí mismo, provoca un sesgo cognitivo. Estudios de neurociencia política sugieren que quienes lo detentan tienden a sobreestimar sus aciertos y a subestimar sus errores. Bajo ese filtro, aceptar críticas sería como renunciar a la superioridad moral que los legitima.
No es sólo un asunto de ego, sino una estrategia de supervivencia: admitir fallas podría abrir la puerta a cuestionamientos más profundos e incluso a la pérdida de legitimidad.
Por otro lado, la teoría de la comunicación ofrece claves igualmente reveladoras. Desde hace décadas, los medios se han asumido como contrapeso natural de los gobiernos. Sin embargo, cuando los políticos responden con acusaciones de manipulación o de “fake news”, pocas veces el periodismo contesta con algo más que silencio o repetición.
En la práctica, esto coloca a los medios en un papel pasivo: reciben los golpes y esperan que la audiencia decida quién tiene razón. El problema es que, en esa estrategia, el público termina confundido o, peor aún, desinteresado.
La relación se ha vuelto dispar: los políticos se especializan cada vez más en el arte de desviar, victimizarse y desacreditar; los medios, en cambio, parecen anclados en rutinas de cobertura que ya no bastan para explicar la naturaleza del enfrentamiento.
Falta un tercer elemento: el análisis que conecte la crítica política con la vida de la ciudadanía, porque lo que se juega en esas batallas discursivas no es únicamente el prestigio de un gobernante o la credibilidad de un medio, sino la capacidad de la sociedad para entender y evaluar su propio presente.
El vacío de análisis se explica, en parte, por la urgencia informativa. En un ciclo noticioso de 24 horas, los medios priorizan la inmediatez sobre la reflexión. Las redacciones rara vez tienen tiempo -o recursos- para elaborar respuestas que develen los mecanismos de la propaganda gubernamental.
Y en esa falta de contextualización se pierde la oportunidad de mostrar al público cómo operan los resortes del poder y por qué los políticos reaccionan de esa manera frente a las críticas.
En un escenario ideal, el periodismo reportaría la acusación de “campaña mediática” y la desmontaría: ¿por qué se acusa? ¿qué hechos están detrás? ¿qué quiere ocultar el gobierno al cambiar el foco de atención? Con ese ejercicio pedagógico la crítica se convertiría en un valioso recurso para la ciudadanía y no quedaría en un simple intercambio de descalificaciones.
Hoy se ensancha la distancia entre políticos y medios. Los primeros, atrapados en la psicología de la negación; los segundos, limitados por inercias comunicativas. El resultado es un espejo roto: ninguno refleja con claridad la realidad compartida.
Ahí están los casos de Donald Trump, en los Estados Unidos, que convirtió a la prensa en su enemiga bajo la etiqueta de “fake news”; de Nayib Bukele, en El Salvador, que descalifica cualquier crítica como parte de una conspiración; de Vladimir Putin, en Rusia, que sofoca las críticas al tacharlas de traición, y de Claudia Sheinbaum, en México, que responde a señalamientos incómodos al acusar a los medios de manipulación.
Distintos contextos, mismo patrón: la crítica no se procesa como oportunidad de mejora, sino como afrenta personal y política.
Quizá esa sea la tarea pendiente: rearmar el espejo para que la crítica recupere su función original: iluminar el camino común y no sólo exhibir los miedos del poder.
No es criticando, es explicando, aunque les duela al otro y a la otra.
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