La inevitable tensión entre poder y prensa
- migueldealba5
- hace 1 día
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En prácticamente todas las democracias contemporáneas -y en los regímenes que lo simulan- es evidente la tensión profunda entre los gobiernos y los medios de comunicación tradicionales. Sin importar la bandera partidista o la coyuntura, el roce constante entre poder político y empresas informativas es la norma.
Y no se trata sólo de diferencias ideológicas o editoriales. Detrás de esa fricción hay un modelo económico que cruje desde hace décadas, sin que nadie se atreva a admitirlo del todo.
Por un lado, debe tenerse en cuenta que los medios son empresas. Viven de la publicidad y cada vez dependen menos de las suscripciones o ventas directas. En América Latina, más de 40 por ciento de los ingresos de los periódicos provino de publicidad gubernamental entre 2005 y 2020, según estudios de la Red de Periodismo de las Américas.

En países como México o Argentina, esa proporción fue incluso mayor en momentos de crisis económica. Esto no sólo distorsiona el mercado, sino que condiciona el contenido, de manera silenciosa pero poderosa. El incentivo es claro: publicar lo suficiente para atraer la inversión gubernamental, pero no tanto como para perderla.
Al mismo tiempo, los gobiernos —municipales, estatales y federales— entendieron muy pronto que los medios podían convertirse en un multiplicador de prestigio y lo aprovecharon.
Durante años, la ecuación fue simple: se paga por difundir los programas “positivos”, por minimizar los errores y para moldear la agenda pública. La publicidad oficial se volvió una herramienta discrecional que casi ningún país reguló a tiempo. Cuando se regularizó, se hizo a medias en general.
La otra cara del fenómeno es menos cómoda de reconocer: muchos medios aprendieron a presionar. Titular en grande las fallas, exagerar un tropiezo, mantener viva una crisis más allá de su relevancia para ganar visibilidad y recordar al gobierno en turno que hay un actor capaz de influir en la narrativa pública.
En ese intercambio, los funcionarios encontraron un filón más rentable: usar a los medios para su beneficio personal. Todos con acceso a recursos públicos que podían colocar estratégicamente para fortalecer aspiraciones políticas o negocios paralelos.
En algunos países europeos y asiáticos los mecanismos de transparencia frenaron estos abusos; en otros, simplemente se normalizaron. En América Latina persiste una inercia que parece estructural, casi cultural, difícil de revertir porque muchos actores están cómodos en ella.
¿El resultado? La opinión pública queda atrapada en un laberinto de intereses cruzados. La ciudadanía recibe información filtrada por conveniencias económicas; los medios defienden su supervivencia y los gobiernos su popularidad. Entre todos, erosionan la credibilidad. Hoy, 72 por ciento de los ciudadanos en América Latina afirma desconfiar de los medios tradicionales y 68 por ciento desconfía de los gobiernos, según Latinobarómetro. Nadie cree en nadie, pero todos juegan el mismo juego.
Pero si algo ha demostrado la historia es que ningún sistema basado en complicidades implícitas se sostiene para siempre. ¿Existen salidas?
Una propuesta mínima, pero realista, sería blindar la publicidad oficial con reglas duras, verificables y públicas: criterios estrictos de audiencia, tabuladores obligatorios, límites a la concentración de pauta, reportes trimestrales de gasto y auditorías ciudadanas. No es una solución mágica, pero sí un primer corte al círculo vicioso.
A ello habría que sumar incentivos fiscales para medios que diversifiquen ingresos y mecanismos que obliguen a separar la comunicación social de la propaganda política.
Cualquier intento de ordenar la publicidad oficial debe reconocer otra realidad: hay medios pequeños y regionales que cumplen una función insustituible pero carecen de infraestructura administrativa para competir en igualdad de condiciones. No tienen departamentos fiscales, no siempre acceden a sistemas contables sofisticados y muchas veces el dueño es también reportero, fotógrafo y repartidor. Imponer los mismos requisitos que a un consorcio nacional sería condenarlos a desaparecer.
Deben preverse mecanismos diferenciados, como ventanillas simplificadas, tabuladores proporcionales, capacitación gratuita en cumplimiento fiscal y fondos de apoyo transparentes para medios comunitarios. No se trata de darles atención preferencial, sino evitar que la solución asfixie a quienes sostienen la información local en lugares donde nadie más quiere estar.
La libertad de expresión no sólo se defiende al desmontar las economías paralelas que distorsionan la información, sino también al garantizar que los medios pequeños sigan respirando en un ecosistema que tiende a aplastarlos. Sin ellos, la verdad queda todavía más solitaria.
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