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La otra agenda de los EEUU: más allá de la migración y las drogas


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Ilusionistas fantásticos,

domadores fieros,

así es el circo de la fantasía…

Es más fácil el engaño

que el desengaño,

es más fácil seguir la manada

que hacer vereda.


Poema Engaño y desengaño

Abel Pérez Rojas

Escritor y educador mexicano


En apenas ocho meses del actual mandato de Donald Trump, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha sostenido más reuniones con funcionarios estadounidenses que en los últimos 25 años, un récord que debería llamar la atención no sólo por la frecuencia, sino por lo que implica: ¿qué hay detrás de tan súbito interés de Washington en México?

A primera vista, la explicación parece obvia: narcotráfico y migración, banderas tradicionales en la relación bilateral y, al mismo tiempo, símbolos de poder para el Partido Republicano. Mostrar fuerza al cerrar fronteras o anunciar operativos contra los cárteles es parte de su narrativa política.

Para la Cultura Impar resulta ingenuo limitar el análisis a estas causas.

El combate a las drogas es un negocio de dos vías: mientras los Estados Unidos se victimizan por los daños y la violencia que generan los cárteles en sus calles, se benefician de una economía subterránea que mueve millones de dólares… Y en ese túnel oscuro también están México y muchos de sus funcionarios involucrados, de ayer y de hoy.

Por otro lado, la migración funciona más como espectáculo político que como un problema real: el discurso de “proteger la frontera” es, en esencia, una estrategia electoral.

Pero hay algo más profundo detrás. México es un socio estratégico indispensable: es proveedor, consumidor, productor energético y mano de obra barata. Es el vecino que sostiene cadenas de valor y equilibra mercados. Mantenerlo bajo presión -constantemente ocupado en la agenda bilateral- garantiza a Washington una posición de control.

A ello se suma la inexperiencia del actual gobierno mexicano en el manejo de las relaciones internacionales.

Más allá de la legitimidad que pueda tener por su triunfo electoral, la realidad es que navegar los intereses de una potencia como los Estados Unidos requiere más que voluntad política o discursos de soberanía. Se necesita conocimiento técnico, visión estratégica y oficio diplomático.

La falta de cuadros experimentados y de una política exterior clara coloca a México en una posición vulnerable: reacciona, más que proponer; atiende urgencias, no diseña rutas, y acepta agendas que no necesariamente son favorables. Washington lo sabe y lo aprovecha.

En ese sentido, cada reunión no es solamente diálogo: es recordatorio del lugar que los Estados Unidos esperan que México ocupe. La pregunta no es ¿qué busca Washington?, sino hasta dónde está dispuesto el gobierno mexicano a negociar su margen de autonomía frente a un vecino que siempre ha jugado con la doble cara de aliado y vigilante.

Si algo enseñan estos primeros ocho meses es que el “interés” de los Estados Unidos rara vez es inocente y que el reto de México no reside en contar el número de reuniones, sino en definir con claridad qué gana -o cede- en cada una.

Los enviados mexicanos (sin importar su nivel) saben que eso no saldrá a la luz pública, y por eso prefieren navegar con bandera de eficientes y triunfadores, aunque sólo sean ratones de laboratorio.

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