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Los sentenciados

migueldealba5

© Cuartoscuro
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Por Omar Garfias

@Omargarfias


Los gritos formaban una bola confusa de amenazas de los asaltantes, de pedidos de auxilio del asaltado y de insultos de las señoras de la colonia.

A su hermano le querían robar su bicicleta. Se estaba metiendo a la casa y, como puntada de drogados, tres morros se la fueron a quitar.

La familia se había cambiado de casa tres días antes. Su madre había muerto de cáncer. Sin medicinas ni tratamientos en el hospital público, la lucha de cinco años contra la enfermedad les costó su casa y su carro. La nueva colonia era muy pesada, muchas narcotienditas, mucho enfierrado, mucho enfiestado.

Salió a ayudar a su hermano, que ya traía ensangrentada la cabeza. Ya peleaban en el patio de la casa. El más tatuado de los malandros fue a encararlo y de un cachazo con la pistola lo sembró en el suelo. Ahí sintió las primeras patadas en la cadera y la espalda. Ya les habían quitado la bicicleta, pero los seguían golpeando. Las señoras querían ahuyentar la agresión con sus gritos.

Pudo pararse y el tatuado volvió a amenazarlo con la pistola, apuntándole. Más como defensa que como ataque, le tiró un golpe al malandro; traía su llavero en la mano, una de las llaves se clavó en la vena carótida del tatuado. Cayó muerto, con una fuente de sangre en el cuello.

El papá de los dos muchachos dormía al fondo de la casa. El escándalo rompió su sueño que solía ser pesado, pues trabajaba como vigilante 24 por 24. Salió al patio, pero sólo alcanzó a ver cómo su hijo corría hacia fuera de su casa. Las señoras lo habían convencido de que debía fugarse.

Se fue a esconder a la universidad donde estudiaba, sabía dónde podía pasar la noche oculto. Temprano habló a su tía, que le contó que los policías se habían llevado detenidos a su hermano y a su papá. Fue a entregarse.

Su hermano salió once meses después, cuando cumplió la mayoría de edad, y su papá estuvo cuatro años y medio en la cárcel.

Ni su papá ni su hermano lo abandonaron; lo fueron a visitar cada semana, pero no tuvieron dinero ni para ayudarle con los gastos de interno y menos para contratar un abogado particular.

El primer año dentro fue de vivir con miedo y de ser humillado. No le gusta contar más. “Las peores humillaciones que te puedas imaginar”, dice.

El segundo año fue de entregarse a las drogas, probar todas.

Curtido y adicto, los siguientes años fueron de usar todos sus recursos físicos e intelectuales para navegar y ascender en la vida y la jerarquía de la prisión. “Hice de todo”.

Nueve años después salió. “Así como no supe por qué entré a la cárcel si solo me había defendido dentro de mi casa, amenazado por un delincuente armado, tampoco supe, bien a bien, por qué salí. Me habían sentenciado, pero luego mi hermano estudió Derecho. Mi hermano contaba mi caso a todos los maestros y un maestro le pidió mis datos. Un día me llevaron al juzgado y me dijeron que tenía condena absolutoria. No entendí”.

El papá había muerto un año antes. “De tristeza, a fuerzas que fue de tristeza”, me insiste.

“Salí y lo que mejor sabía hacer era pelearme; lo que más me gustaba hacer era drogarme y los amigos que tenía eran los presos”.

“Sí, hay estudios adentro, pero yo estudiaba afuera, y a pesar de eso me metieron; sí, hay tratamientos adentro, pero yo no me veía futuro y lo que quería era escaparme aquí, en mi mente, porque físicamente creí que nunca saldría”.

“Afuera, mi hermano tenía su familia, su trabajo, su hija, su esposa. Decidimos que yo me apartara. Unos compas me enseñaron a disparar y me mandaron a un estado como seguridad de un patrón. Allá me capacitaron más, en logística, en preparación física, en estrategia, sobrevivencia.”

“Me pagaron bien; compré casa, le ayudé a mi hermano, tuve dos hijos, los dejé bien, pero la droga nunca la pude dejar. Por eso perdí hasta esa chamba. No les servías si siempre andas arriba. Entonces vino lo lógico: adicto y sin chamba, fue cuestión de poco tiempo para volver a caer a la cárcel. En mi juventud aprendí a vivir la vida de la cárcel, no hubo de otra: sentencia perpetua. Mi mamá enfermó y tampoco hubo de otra: sentencia de muerte. Mi carnal tampoco pudo terminar la escuela y cuando yo caí tampoco hubo de otra: sentencia de pobreza para él. Cuando estás abajo, no hay de otra. A veces flotas, pero te vuelves a sumir”.

“Lo más chistoso es que en la cárcel me rapé y me fui haciendo tatuajes. Me hice una calavera grande en el pecho, como la que tenía "el tatuado" a quien maté en defensa propia. Una vez un compa de él me reclamó, que si yo me estaba burlando y le contesté: amigo, míralo así, yo vine a ocupar el lugar que él dejó, soy la misma pieza del rompecabezas”.

“Para nosotros no hay de otra”.

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