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Entre mujeres



Por Ricardo Medrano


Cuando el sacerdote dijo: “Lo que Dios unió que no lo separe el hombre”, seguramente quienes estaban uniéndose no lo tenían muy claro. Tencha y Federico fueron los padrinos. El resto de los convidados participó de acuerdo con sus posibilidades: unos aportaron cajas de refresco o cartones de cerveza; otros facilitaron el vehículo que transportó a la feliz pareja para que llegara puntual a la parroquia. Felícitas apadrinó los anillos y Macaria y Justiniano colocaron el lazo que simbolizaba la unión indisoluble.

Los primeros días fueron de plena melcocha. Fueron advertidos del noviciado, pero los malos augurios no caben cuando el amor es verdadero. Doloritas y Ascencio lo sabían... o creían saberlo. El caso es que, pasados los primeros meses de vivir en casa ajena, los otrora tórtolos despedían un tufo a podrido: el muerto y el arrimado a los tres días hieden. Silvina, la madre del muchacho, les pidió amablemente que ahuecaran el ala:

— Los casados, casa quieren, m'ijo. Y yo, con tu mujer, no me puedo entender... ya me tiene hasta la coronilla, mejor búscale dónde puedan ustedes hacer vida porque, en definitiva, no aguanto sus humores ni ella los míos. Así que, yo en mi casa y ustedes en la suya y todos felices.

Para Chencho, aquellas palabras de la autora de sus días sonaban tan fuertes como una bofetada con la mano mojada. La mujer que le dio la vida ahora se transformaba en una arpía sin corazón que arrojaba al ruedo a su único hijo, sin capote ni espada y con un toro embravecido capaz de doblegar al más pintado.

Pero no hay problema —quiso convencerse—, y el fin de semana siguiente recorrieron todas las vecindades y casas de la colonia, y colonias circunvecinas, para conseguir una vivienda en renta que se ajustara a su presupuesto. Su empleo como machetero en una casa de materiales apenas le daba para sufragar los gastos de alimentación. Enfermarse era un lujo que ni él ni Doloritas podían consentirse. Aunque frecuentemente enfermaban del estómago, los tés de hierbas amargas, con carbonato y jugo de limón, hacían lo suyo, cauterizándoles el intestino cuando aflojaba de más.

Así llegaron a ser inquilinos en la Calle 12. Acordaron con la casera que le pagarían de inmediato el primer mes de renta y el depósito se lo irían abonando cada quince días, durante dos meses, sin que ello implicara el retraso del siguiente pago.

Pusieron cortinas con un cordel de trompo, lisas, de color amarillo, en la única ventana del cuarto donde se acomodaron para que la cocina, la sala y la recámara no se empalmaran. Todos los muebles eran viejos. Silvina se los proveyó como una consideración para su vástago, aunque muchos de los utensilios ya habían pasado sus mejores momentos: sillas cojas o mal reparadas de madera, colchas y cobijas agujeradas, ollas despostilladas… A nada pusieron objeción. Todo serviría para salir del paso. Total, ya después, con un poquito de suerte y la bendición de Dios, podrían hacerse de lo necesario para la casa y, ¿por qué no?, de una casa propia para que los chilpayates pudieran correr gustosos por el patio y hacer travesuras sin que nadie los silencie.

Doloritas y Ascencio procuraban dar la menor de las molestias a la casera; no perdían oportunidad de granjeársela: le regalaban una naranja o un par de plátanos, cuando los domingos salían al tianguis a comer huesos de puerco —ese era su paseo semanal, la oportunidad de sentir que los esfuerzos de la semana habían valido la pena.

Pero el noviciado no perdona, la propia casera se los dijo:

— Pídanle a Dios que, cuando les pase, ustedes sepan cómo sobrellevarlo, porque no todos lo superan. Conozco a muchos que a las primeras se rinden. Es más, hasta por cigarros salen y nunca vuelven—, dijo la mujer, entendida en esos menesteres y con la sabiduría que le daba la experiencia de vida con tres diferentes cónyuges.

Pese a todo, Doloritas era medianamente feliz. Sus padres radicaban en un pueblo olvidado de la sierra, ella sabía que ellos existían y ellos… tal vez la recordaban —la muchacha tenía nueve hermanos—. Ella había concluido la educación primaria y, por lo menos, se instruía con El libro semanal; por eso estaba pendiente del número siguiente, era un túnel del tiempo y el espacio cuando Chencho salía a trabajar. De muy pequeña fue empleada doméstica en una casa de la Balbuena. Después de unos años, el patrón, hombre de edad, enfermó gravemente y murió. Los hijos del difunto le ofrecieron llevarla a trabajar con ellos a los Estados Unidos, pero ella se rehusó. “Qué voy a hacer tan lejos. De seguro me mata la tristeza. Qué voy a hacer con chicas chichis y tanto lodo”— justificó su decisión y recordó ese dicho de su madre, el cual nunca supo lo que significaba, pero bien que aclaraba que hay cosas que deben hacerse sin pensar y otras no, o tal vez significaba que no era el momento para tomar cierta decisión. En fin.

Una tarde, Doloritas sintió que el mundo se movía bajo sus pies; el olor de la sopa de fideos hirviendo sobre la estufa le causó un asco repentino que la obligó a correr rápidamente al cuarto de baño compartido que, para su fortuna, estaba desocupado. Se hincó frente al escusado y con una mano sujetó su cabello azabache para evitar mancharlo. Arcadas convulsas le causaron dolor en las costillas. La baba escurría desde su boca como un hilo espeso y continuo. Entonces, alguien tocó a la puerta discretamente y preguntó si saldría pronto porque tenía urgencia de usar el servicio. Se puso en pie y con un poco de agua del lavamanos refrescó sus labios y se humedeció la nuca y la frente.

Cuando Ascencio llegó del trabajo, lo primero que notó fue la palidez de Doloritas y sus ojeras gigantes:

— ¿Te sientes mal?—, preguntó, mezclando inocencia y formalismo.

— Yo creo que me hicieron daño los huesitos de puerco—, respondió ella desde la cama donde yacía recostada con las manos sobre el pecho, a la manera en que se acostumbra a colocar los difuntos dentro de los ataúdes.

Ascencio intuyó que no eran los huesos de puerco los causantes de los malestares de su mujer. ¡No la friegues!—, dijo el hombre, mientras intentaba quitarse el pantalón de trabajo. Se puso en pie, en calzoncillos, y se sirvió un poco de agua. Estaba seguro de que por ese mal a Doloritas le crecería el vientre, debería usar ropa cada día más holgada y, transcurridos nueve meses, aquella molestia consumiría pañales, alimento especial y lloraría todas las noches como un bendito robándoles el sueño.

Dicho y hecho. Cuando el plazo de la siguiente regla se cumplió y nomás Andrés no se apareció, Doloritas y Chencho comprobaron felizmente que serían papás, lo que significaba que Ascencio debería redoblar escuerzos en la casa de materiales; tal vez cargar más bultos de cemento, acarrear más arena y grava o…

— No, la verdad no me veo chambeando más duro, pero ganando lo mismo. De perico – perro no voy a pasar. Y para la miseria que me pagan. No, no me van a aumentar el sueldo, si el patrón nomás está esperando un error para correrme, que dizque porque no le conviene que haga antigüedad. Mugre viejo, si ni seguro social me da. ¿Te acuerdas cuando me derrengué una pata por cargar mal un bulto? Ándale, me mandó al centro de salud y bien que me dijo lo que yo tenía que decirle a los doctores de la clínica: que andaba yo haciendo faena en mi casa y que ahí me había descuajaringado. Lo bueno que no fue un asunto de mucho cuidado, pero bien que me hizo que fuera, cojo y todo, a trabajar.

El hombre seguía dándole vueltas al asunto de Doloritas. Él sabía que tarde o temprano iba a pasar. Nunca fueron buenos para eso de calcular las lunas y las ovulaciones y las hilachas. “Pero ¿ahorita, Señor? Nomás espérame tantito a que me aliviane. O dame un mejor trabajo y yo te respondo. Sabes que soy cumplidor. Pero un hijo. No, no, no—, todas las palabras salían de su boca y Doloritas nomás lo miraba tendida sobre la cama, como una colcha más, como un adorno. Y pensaba: “Si no me lo hice yo sola. Este creía que nomás era pura diversión, pero no: primero los placeres y luego los deberes, bien decía mi tía Mati.

Esto no lo decía Doloritas, pero lo pensaba y le calaba fuerte que Chencho pretendiera hacerse el occiso, porque toda la pinta tenía ese teatro de sujetarse la cabeza y moverla de arriba a abajo y maldecir y luego hablar con Dios y después… Se estaba haciendo guaje con el paquete.

— ¿Pues no que lo que une Dios…? Pues sí, pero este ya no la quiere pelona sino hasta con trenzas. Casi le pide a Dios que lo dado también sea arrempujado. Cuánto daño le hizo Silvina a Chencho: lo tuvo todo el tiempo bajo las enaguas y le impidió convertirse en un hombre —pensó la muchacha—. El tipo que estaba lloriqueando, sentado sobre una silla vieja que su propia madre le había regalado, casi como limosna, parecía, de igual forma, un limosnero compungido que espera sólo estirar la mano para coger el fruto del árbol.

— Pobre de ti, muchacha. Sí que la tienes difícil. Este nació para maceta y no pasará del corredor. Ve nomás: no conforme con tenerte sin tragar y con la barriga llena, pero con un escuincle, ahora resulta que lleva dos días sin venir a su casa. No me lo tomes como un mal consejo, pero deberías mejor irte para el rancho con tus papás; él, seguramente, bien que va a comer a casa de su mamá y, mientras, friégate tú —aconsejaba la casera a la joven y le compartía el alimento—. Me recuerdas mucho a mí. Ay, si yo te contara… Nomás con decirte que mi marido, porque estábamos bien casados, igual que ustedes, me hizo muchas triquiñuelas, y yo, tonta, lo quería mucho, lo idolatraba, y él abusaba. Pero así es el perro: mañoso, aunque le quemen el hocico. Y no es por hacerte sufrir ni desearte mal, pero nomás espérate, ojalá que no te salga con que ya tiene otra vieja, porque hasta te puede matar del puro coraje. Tú estate preparada para todo. Total, hombres van y vienen. Y mujeres con un chamaco, como tú, hay muchas; no serías la primera ni la última que se hace cargo sola del paquete y lo saca adelante. Mientras pueda ayudarte, voy a echarte la mano. Digo, hasta donde se pueda, pero tú sabes que vivo de rentar mis cuartos, no te confíes y machetéale, toma una decisión antes de que sea tiempo de parir y te agarren las prisas con los calzones abajo, otra vez...

— Ambas rieron estrepitosamente. La vieja sonaba empática, conocedora, maternal. Reconfortaba a la joven. El vientre le había crecido, también el deseo de tomar decisiones.

Asesorada por la casera, Doloritas vendió elotes en el zaguán de la vecindad; después, el negocio creció y se diversificó para convertirse en un puesto formal de garnachas y pozole de cabeza de puerco. Así pasaron los meses. Ascencio no se apareció ni por equivocación por la vecindad. El negocio de la muchacha le permitió pagar la renta, hacerse de la ropa del bebé y formar un guardadito para los imprevistos del parto.

Una noche, luego de recoger los utensilios de la vendimia y lavar las ollas, Doloritas sintió que la fuente se le rompía, abrió las piernas con cierta vergüenza y miró un hilo líquido que le recorría las piernas y se encaminaba hacia la coladera del patio.

— Anda, muchacha, que ya es hora. Ahorita paramos un taxi en la esquina o que nos lleve uno de los vecinos al hospital. ¡Que te dé gusto, vas a ser mamá!—, revoloteaba la vieja mientras mandaba a Trosmo, su nieto, un chiquillo de cabellos rizados, a tocar a los vecinos para preguntarles quién podría llevar en su carro a Doloritas a parir al hospital. Por fortuna, el primer vecino a quien se tocó la puerta se ofreció gustoso a conducir a la futura madre al nosocomio.

La casera estuvo al pendiente de Doloritas la noche que duró su internamiento. Al día siguiente, abordaron un taxi a la salida del hospital. La joven llevaba a un pequeño entre sus brazos —un hombre—, dijo la vieja cuando se enteró. Estos sólo sirven para echar el chisguete como los perros y se van. Sea por Dios. De tí depende que lo traigas con el lazo cortito, que sea un hombre desde chiquito, no como ya sabes quién.

Ambas mujeres apretaron los labios conteniendo la risa. Por un tiempo, Doloritas continuó con éxito su negocio de garnachas, hasta que ahí mismo conoció al hombre con quien formó una nueva familia. La vieja le dijo: “Gallo que quiere a la gallina, la quiere con todo y pollitos, aunque no sean de él. Que no se te olvide, muchacha”. Y el gallo se hizo cargo de la gallina y del pollo, y se dio el lujo de hacer más numerosa la granja. Por lo menos hasta ahí se enteró la casera por una serie de cartas que Doloritas le enviaba regularmente, durante varios años, desde Austin, Texas, adonde la muchacha fue a radicar con su familia.

Los años pasaron, la casera se hizo vieja y enfermó. Poco duró su agonía; ella decía que “al que obra mal se le pudre el cutis”, tal vez por eso Dios le permitió una muerte piadosa, sin mayor sufrimiento que el debido, porque siempre quiso obrar bien con los demás. El día de su velorio, metida en una caja de madera y con las manos entrelazadas sobre el pecho, a la manera en que se acostumbra a colocar los difuntos dentro de los ataúdes, la casera recibió el último adiós de los suyos, de sus vecinos y de una mujer que vino con su familia desde Austin, Texas, para despedir con agradecimiento a quien fuese su consejera.

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