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Hay que entender a los electores antisistema



Por Omar Garfias

@Omargarfias


Tiene fundamento, no es una rebeldía sin causa.

Más que un gusto por el circo es un repudio a la política tradicional.

Ha abierto la puerta a demagogos y a autoritarios, pero también a movilizaciones amplias de exigencia democrática.

Erróneamente se le explica: “al pueblo le gusta el circo, lo naco, lo arrabalero”.

Hoy, el razonamiento anti-establishment es un componente importante de la motivación del voto. Haríamos bien en entenderlo.

El elector antisistema se comporta de diferentes maneras: se abstiene, anula su voto o se suma con vehemencia a una candidatura.

Hoy, la imagen de ser distintos a la élite política da triunfos.

El voto antisistema es mayoritario y es internacional.

Una encuesta del Pew Research Center en 19 países reporta que el 65 por ciento considera que los sistemas políticos no los representan.

Otro estudio, de Ipsos, en 25 países, indica que el 64 por ciento considera que los sistemas económicos están diseñados para beneficiar a los más ricos y poderosos.

Hay un sentimiento mayoritario de desilusión. El sistema les falló.

Tanto el desencanto sobre los políticos y partidos convencionales que prometieron solucionar problemas y no lo hicieron, como el hartazgo ante la impunidad y la corrupción, explican que la mayoría de ciudadanos busquen salidas rápidas y radicales a una situación opresiva.

Esos electores se sienten frustrados. La clase media, por ejemplo, vive agudamente la disparidad entre su sentido de valía personal y el limitado espacio que el orden vigente permite a su talento.

México cambió su estrategia de desarrollo a finales de los años ochenta.

Se trataba de garantizar a la población una igualdad de oportunidades, una razonable igualdad de resultados y unos derechos políticos que permitieran la participación de las mayorías en la organización del espacio público.

Consiguió estabilidad macroeconómica, resistencia a las crisis, capacidad exportadora y acceso a mercados extranjeros.

Sin embargo, el crecimiento del PIB per capita fue inferior a décadas pasadas, el salario real promedio no aumentó y la productividad promedio cayó.

La razón de la falla: hay dos México, uno de clase mundial y otro, excluido, de sobrevivencia.

Se mejoró el acceso a la educación, salud, vivienda y servicios básicos, pero no a la seguridad social, persistió la informalidad y perduró la debilidad del Estado de Derecho por lo que la corrupción siguió campeando.

Entre 2005 y 2018, el número de trabajadores con ingresos que no les alcanzaban para comprar la canasta alimentaria, creció en 7 por ciento a pesar de que su escolaridad había subido 28 por ciento. Los hijos ganaron menos que los padres a pesar de haber estudiado más.

La productividad no se democratizó.

En 2020, nuestro país ocupó el séptimo lugar del índice del Laboratorio Mundial de Desigualdad, entre 176 países.

La estrategia de desarrollo no generó instituciones sociales y jurídicas incluyentes.

La promesa fue engañosa porque sólo una minoría podía conseguirla, con gran costo para la mayoría.

El elector antisistema no carece de fundamentos.

El régimen no hizo la reforma necesaria y ahora resiente el reclamo airado de quienes piensan que esperaron demasiado de una democracia renuente a escuchar y a corregir la desigualdad.

Además, la globalización cambió formas de producir y de vivir y eso provoca muchas inseguridades. Una reacción es refugiarse en identidades como la de “el pueblo bueno”.

El antisistema responde a su confusión y su desorientación con odio hacia los (reales o falsos) beneficiarios del orden de las cosas.

“Si el sistema ya no proporciona satisfacciones a buena parte de la población, ¿por qué nos extraña que la población reaccione contra el sistema? Si los ganadores del sistema exhiben sin recato sus fortunas mientras muchos sufren, ¿quién puede sorprenderse del predicamento obtenido por aquellos que expresan frustración y rabia? Si muchos padres ya no esperan mejor vida para sus hijos ¿a quién le choca que acaben votando por quienes combaten el sistema?” pregunta Rafael Simancas.

El elector anti-establishment anda en busca de candidatos que le demuestren que no son parte de la élite política, que no son parte del sistema.

Cuando escucha hablar con groserías, por ejemplo, pone atención porque ese es un hablar diferente al de los políticos convencionales.

Hubo un tiempo en que era al revés, el lenguaje tradicional de los políticos los llevaba al triunfo electoral.

El antisistema también busca autenticidad, busca advertir cuando el político convencional se disfraza de pueblo.

El elector antisistema busca quién le ofrezca dignidad, no ser visto como un fracasado, como el culpable de su situación.

El estilo anti-establishment da mucho espacio para la demagogia y el autoritarismo.

Los demagogos suelen cautivar a las masas coléricas con promesas de acciones sobrehumanas y visiones mitopoéticas de un futuro radiante.

La solución a los problemas de la población no está en el populismo, eficaz en la destrucción, pero incapaz para construir salud, vivienda, democracia, justicia. Pero tampoco es suficiente denostar el populismo en nombre de un sistema absolutamente disfuncional.

La solución, cito a Simancas, pasa por reformar el sistema para reconstruir los grandes consensos sociales: una economía al servicio del bienestar de las mayorías, un Estado de Bienestar que garantice equidad y derechos para todos, y unas instituciones democráticas más decentes y más abiertas a la participación de quienes no se resignan a que el espacio público compartido se organice por los menos y contra los más.

Los antisistema no están locos, ni son tontos y nacos. Son presa fácil de los demagogos, son la mayoría.

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