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La bonita vecindad

migueldealba5


Por Ricardo Medrano


Lavar escusados y barrer el enorme patio de la escuela primaria urbana federal era parte de su trabajo. Se enteraba de las nuevas que las madres de familia compartían en los corrillos formados fuera del plantel.

Encarnación era parte del grupo selecto de mujeres comunicativas e interesadas en los pormenores de las vidas ajenas. Ella cumplía las labores de conserje. A sus sesenta años y pico era madre de tres hijos, abuela de siete nietos y se entretenía atendiendo a Cástulo, un muchacho que conoció cuando él cursaba el quinto grado con la maestra Pepita, mujer karateka de rizos negros y rostro cremoso, resanado con menjurjes antiarrugas que poco justificaban su precio.

Encarnación cuenta a la Abuela Vito que, hasta hace unos años, para ser exactos, hasta que la tierra tembló en el año ochenta y cinco, era dueña de un departamento en la colonia Centro; entonces era empleada del gobierno del antes llamado Distrito Federal. Nos hicieron la de a Chuchita la bolsearon y por más juntas de condóminos y pleitos que armamos, no pudimos recuperar nuestro patrimonio. Me queda el consuelo de que mis hijos y yo nos paseamos de lo lindo. La vida es para vivirla felices, dice la mujer con una mezcla de gusto y de nostalgia.

Ese año fue terrible: me liquidaron y mi departamento se cayó. Por gracia de Dios todos estábamos fuera, habíamos salido hacia la escuela, veinte minutos antes de que la tierra se moviera. Encarnación da un sorbo a su café y la tibieza del trago la reconforta; mira el techo de la cochera y parece que sus pensamientos se elevaran hasta perderse entre los tubos de luz blanca que Abuela Vito enciende a las seis de la tarde: “Porque ‘el salón’ —así llama Abuela Vito a su cochera— parece una boca de lobo. Tú y yo estamos viejas y cualquier tropezón, Dios no lo quiera, nos romperíamos un hueso y luego ni quien nos arrime un vaso de agua”, dice Abuela Vito mientras prepara sendos platos con milanesa, ensalada de lechuga y pepinos para que coman sus nietos que, apenas llegaron de la escuela, subieron a su cuarto a dormir y ni caso hicieron del menú.

Encarnación poco habla del padre de sus hijos. Casi nada se sabe de su historia amorosa. Encarnita —como le dicen de cariño sus amistades— es platicadora y su voz ronca denota su pasado de fumadora; también las manchas en sus dedos y su rostro la delatan. Se volvió inquilina de Abuela Vito hace un par de años. Los demás arrendatarios la consideran privilegiada. Algunos se han quejado con Vito: Debería de ver cómo sale el vapor del baño por las ventilas. La señora Encarnación se baña con agua tan caliente que hasta parece quiere pelarse como un pollo. Se mete a darse sus chapuzones con su muchacho, que ni vive aquí. Luego usted quiere cobrarnos de más cuando llega la cuenta del gas. Eso no es justo.

Abuela Vito hace como que escucha las quejas, pero en realidad presta oídos sordos. Parece tener cierta predilección por la vieja Encarnación. Abuela es un par de años menor que ella, pero siente que sus consideraciones por su inquilina la acercarán un peldaño más en su camino al cielo. ¡Qué ¿ustedes nunca serán viejos!? No juzguen y no serán juzgados, retoba Abuela Vito cuando unimos nuestras voces a las de la disidencia: también formamos parte de su lista de inquilinos que, cada mes, religiosamente, nos reportamos por el alquiler de las viviendas.

Abuela Vito no perdona. Desde la puerta de su negocio de dulces —que antes fue la tienda de La Chata— observa el trajín de su casa: quién entra y quién sale, a qué hora, si tienen visitas y cuánto tiempo se quedan. No le gusta que martillen sus paredes, para increpar al osado que pretende perforar los muros con sus clavos, ella se excusa en la molestia que provoca el ruido a quienes trabajan de noche y quieren descansar.

Vito tiene sus propias frases hechas para convencernos de que, aunque seamos familia, nada es gratis: La familia es una cosa y el negocio es aparte. Si quiero pedir permiso, que sea sólo a mi bolsa: no me gustaría depender de ustedes ni de nadie. Mi casa me costó y ustedes ganan bien, bendito Dios; no sean injustos, la vida cuesta y hay que pagar impuestos, no todo se trata de nomás p'acá y nada p'allá, así que cáiganse con su cuerno y todos en paz y felices, nos dice mientras extiende su mano gruesa y pesada para darnos cariños (sopapos) que duelen.

Encarnación trabaja en la escuela desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde. No hay turno vespertino. Entonces, a esa hora, la escuela se cierra. A las dos en punto, maestros y alumnos ya se retiraron. Cuando la escuela está vacía, Cástulo ayuda a Encarnación a barrer el patio y los salones. Los días sábado hace limpieza profunda en la oficina de la directora. El domingo es día de descanso, Encarnación y Cástulo van a comer tamales en el mercado. También hacen el mandado para toda la semana: Luego tú te vas a trabajar y a mí se me hace muy pesado ir y venir, dice Encarnación a Cástulo, mientras él carga la bolsa con verduras, pollo, cerdo y demás alimentos para consumir hasta el próximo domingo.

Encarnación y Abuela Vito comparten momentos por las tardes. A Vito le gusta el tono desenfadado que tiene Encarnación para contar sus propias historias (y las ajenas) —de estas últimas conoce muchas, unas muy pícaras, otras sumamente trágicas—. De vez en cuando, un cliente asoma por la ventanita del pequeño negocio: despacha un refresco, unos pesos de dulces, unas pastillas para el aliento o un cigarro suelto. Luego vuelve a tomar asiento frente a Encarnación, quien disfruta su café soluble con una cucharada de azúcar. Los demás inquilinos, con un dejo de molestia por ver a Encarnita de encimosa, saludan a Vito y se encaminan, escaleras arriba, al cuarto que les sirve de vivienda.

Por lo general son personas solas, hombres y mujeres, que pasan la mayor parte del día en sus empleos y sólo ocupan el cuarto para dormir, lavar su ropa los domingos y descansar. Algunas viviendas tienen baño común, e igual son comunes las quejas contra quienes se niegan a darle una lavada al baño que ya luce percudido y con sarro acumulado en escusados, lavamanos y paredes. Es que no todos tenemos los mismos hábitos de higiene. Hay que ser puerco, pero no tan trompudo, dice Encarnación y la sonrisa no le cabe en el rostro, siente que se ha ganado a Vito con este tipo de comentarios, pero Vito no se deja engañar tan fácil y piensa: Esta condenada viejita, bien que me quiere ver la cara de maje, si es igual de trompuda que los otros puercos, pero las dos somos viejas como el diablo. ¡Nomás faltaba que me quiera contar los dientes, si ya ni tengo!

Encarnación tiene muebles tan antiguos como ella. Conserva una silla que, dice, rescató de entre los escombros de lo que fue alguna vez su casa. La silla tiene el asiento roto, es de color naranja, y las costuras, de un hilo muy grueso, plástico, son de un tono grisáceo. Tiene una lámpara de globos blancos de vidrio (cuatro), que enciende todas las noches, su luz amarillenta traspasa las pesadas cortinas que cubren las ventanas de la vivienda que ocupa.

Hoy avisaron a Encarnación que la escuela prescindirá de sus servicios. La mujer sabe que a su edad será muy difícil agenciarse otro empleo. Le dieron tiempo para tomar sus objetos personales de la conserjería. Intuye que el despido es consecuencia de algún comentario mal hecho: Yo y mi bocaza, reconoce, pero en el fondo no le importa.

Aunque es consciente de su defecto, aprendió a justificarse en los defectos ajenos. Incluso, ser boquifloja le ha servido para ganarse las voluntades de personas que prestan oídos atentos a sus decires que, por lo general, tienen la oportunidad y novedad del periodismo del barrio.

El dinero escasea en la casa de Encarnación. Aun así, se niega a recibir limosnas de sus hijos que rara vez la visitan en su domicilio; ellos prefieren invitarla a sus respectivas casas para abrazar con toda confianza y desahogo a su madre. Encarnación sabe que sus vástagos no aprueban su relación con Cástulo, pero ella se niega a renunciar al joven. Pese a la diferencia de edades, él le es fiel y, de vez en cuando, arma escenas de celos que Encarnación pronto acalla con suaves murmullos nocturnos, en el interior de su vivienda.

Pero tú ya eres vieja como yo. ¿No te da pena andar con un jovencito?, pregunta Vito a Encarnación. Viejos los cerros y reverdecen, nomás hay que regarlos. Una es mujer hasta que se muere, es cosa de aplicarse diario unas buenas inyecciones de juventud, responde Encarnita con la picardía que la caracteriza. Abuela Vito finge ruborizarse, pero continúa interrogando a su inquilina-compañera vespertina mientras beben la taza de café.

Encarnación estuvo enferma. El mes pasado acudió a varias consultas en el Seguro. Cástulo la acompañó cuando le dieron permiso en el trabajo: él es repartidor de refresco en las tiendas. Encarnación le dice que se faje la cintura cuando cargue pesado, porque luego salen hernias que hay que operar.

Loco Valdés es el sobrenombre que Encarnación puso al inquilino que, ella intuye, es quien más la pone en mal con Vito. Se parece mucho al comediante, aunque el de la tele es agradable y este viejo no, dice Encarnación. El hombre vive con su hijo, un adolescente de piel blanca —Carmen le dice El Piojo—. El joven cursa el segundo año de secundaria. Padre e hijo ocupan un cuarto pequeño donde apretujaron una litera, un buró, una estufa de dos quemadores y una pequeña mesa rectangular de madera que les sirve como comedor.

Loco Valdés saluda a Vito por las mañanas, cuando regresa de trabajar como taxista. Él no saluda a Encarnación, aunque ella también esté presente; también evita que sus miradas se crucen. El hombre es dueño de un Volkswagen viejo de cromática verde que parece desangrarse, pues todos los días deja una enorme mancha de aceite sobre el pavimento.

Alguna droga se mete el viejo, dijo Encarnación: Anoche estaba gritando y llorando, como si alguien le pegara en el lomo. De su cuarto salía un humo negro y una luz roja. Se me hace que le rinde culto al chanclotas. Luego salió al baño. ¡No me lo vas a creer: traía una peluca rubia, y eso que es pelonchas, zapatillas y un vestido lentejuelado que, habrase visto: la mismita Monroe! Ambos salimos al baño al mismo tiempo. Yo creo que él esperaba que todos estuviéramos dormidos a esa hora: tal vez eran las tres de la mañana. A mí qué me importa que se vista como La Faraona. Pero, viejo chismoso, bien que viene a traerte infundios para dejarme en mal, dijo Encarnación a Vito, quien no aguantó la risa y se puso roja debido el esfuerzo por contener la carcajada ante tales imágenes.

Los días siguientes, Loco Valdés anduvo encorajinado. Silencioso entraba en la casa y se encaminaba a su vivienda. Su hijo salía rumbo a la escuela por las tardes y regresaba por la noche con la misma actitud molesta. Cástulo seguía visitando a Encarnación por las tardes. Él vivía con sus padres en la colonia vecina, como hijo de familia. En ocasiones pernoctaba con ella. Las luces anaranjadas de los bombillos en el cuarto de Encarnita permanecieron apagadas. La casa estaba en la más completa oscuridad. Ocasionalmente, los pasos de los otros inquilinos rompían el silencio cuando cruzaban las escaleras de metal para llegar hasta su vivienda.

Era lunes de madrugada. Los autos de la avenida cercana comenzaban a multiplicarse y, con ellos, los zumbidos de los motores, asemejando un enjambre de avispas que nos arrullaban a quienes vivíamos en aquella casa convertida en vecindad. Entonces, una gritería nos despertó: Encarnación y el señor Valdés participaban en un intercambio de dimes y diretes en el pasillo que daba al baño común: ¡A quién se le ocurre meterse a zurrar y tardarse las horas, como si los demás no tuviéramos que hacer nuestras necesidades..!, alcanzamos a escuchar el alegato de Encarnación. Abuela Vito salió en bata hasta el sitio donde se escuchaba el alboroto y alcanzó a oír: Maldita vieja asaltacunas entrometida, dijo Valdés, aún con los labios pintados con un carmín intenso. Después se dieron otra serie de improperios de parte de Encarnita que no viene al caso citar.

Abuela Vito tomó una decisión: Ambos me desocupan, apenas se cumpla el mes pagado. Les devuelvo su depósito y se van. De nada valieron las explicaciones de los rijosos. Con días de diferencia, tanto Encarnación como Loco Valdés desocuparon sus respectivas viviendas. Encarnación se despidió de Vito como quien se aleja de una amiga de toda la vida. El Señor Valdés sacó sus pocas pertenencias y se llevó los cables de la instalación eléctrica de su vivienda, como acto de venganza. A cambio, dejó un ejército de cucarachas que se esparcieron por toda la casa y que los inquilinos tardamos varios meses en aniquilar.

Abuela Vito miró el cuarto vacío de Valdés y no pudo evitar soltar una carcajada al imaginarlo disfrazado de Marilyn Monroe. Después de unos días, y tras una buena limpieza y fumigación, los cuartos de Encarnación y Loco Valdés volvieron a rentarse. “Los nuevos” traerían otro par de buenas historias, estábamos seguros.

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