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La república del silencio






No se necesita una reforma,

sino ese improbable

acto de dignidad

que arrase con los

sótanos del poder.




Con un cuento, la Cultura Impar narrará lo que la ficción (no la inteligencia artificial (IA), que conste) dicta a quienes apuestan por lo fácil y malhabido para hacer que la política parezca un ir y venir cotidiano, cuyas intenciones se encaminan sólo al bienestar de los demás, a que la gente sea la que gane y no unos cuántos encumbrados en puestos ficticios y temporales.

Es un país pequeño, más chico que su ambición.

Durante años, vivió bajo gobiernos grises, de partidos tradicionales que intercambiaban el poder como en un juego de ajedrez entre viejos amigos, pero surgió el Movimiento del Pueblo Soberano, una fuerza política que prometía redención para los olvidados y castigo para los corruptos.

Su líder -Sr. P- hablaba con el acento del llano y la furia del estómago vacío. Prometía justicia, pan y un país donde el miedo cambiara de bando, pero mientras el pueblo marchaba en las calles con banderas, en los sótanos se sellaba otro pacto.

Los Patriarcas del Sur -contrabandistas, lavadores de dinero y ex militares- vieron en el Sr. P algo más que un político: un proyecto útil. Con dinero, intimidación y logística, garantizaron la victoria del Movimiento en zonas donde nunca había ganado. Las urnas rebosaron de votos y el poder cambió de manos.

Ya en el Palacio de todos, el Sr. P descubrió que las promesas más peligrosas son las que no se hacen en público.

Primero fueron los cargos: un general jubilado fue nombrado director de la Guardia Fiscal. Luego vino la amnistía, disfrazada de reforma judicial, que soltó a decenas de detenidos clave. Más tarde, un puerto fue privatizado en condiciones opacas y quedó en manos de una empresa desconocida.

Después vino algo más fino, más perverso. Cuando el gobierno dudó en ceder más espacios comenzaron las presiones indirectas. Disidentes (muchos con causas legítimas) infiltrados y movilizados. Un sindicato independiente cerró el centro de la capital durante días. Un colectivo bloqueó las avenidas más transitadas. Una organización -hasta entonces pacífica- tomó oficinas públicas. Diversas demandas, pero el mismo efecto: parálisis, caos y desgaste.

El gobierno -acosado- cedía con transferencias, bonos y concesiones. Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que parte de ese dinero iba a los Patriarcas. Una guerra de mil cortes no sangraba al régimen, pero lo debilitaba.

Intentó equilibrar. Negó algunos favores menores, retrasó otros, pero los Patriarcas no olvidan. Cuando uno de sus emisarios fue capturado por una operación independiente, apareció muerto el fiscal que lo investigaba, con una nota: “No se muerde la mano que alimenta”.

Los medios -ahora bajo control o bajo amenaza- apenas cubrieron el hecho. La oposición protestó en voz baja, pero en los barrios, en las universidades, en los cafés, algo se rompió. Ya no se hablaba del gobierno popular, sino del “Pacto del Silencio”.

El Sr. P quiso romper el cerco. Trajo asesores, quitó la transparencia, llamó a elecciones amañadas... Pero ya no mandaba. En las sombras, otros escribían el guión.

La política que se abraza del crimen e inaugura un chantaje.

Como en otros rincones del mundo, el poder no se pierde: se alquila. Pero a los Patriarcas no se les paga con dinero. Se les paga con silencio. Y cuando ese silencio se rompe, la factura llega en forma de cadáver.

Pero toda ficción tiene un límite, incluso la que se escribe desde el poder.

No se negocia con quien no acepta perder. No se pacta con quien considera a la política como una franquicia del miedo.

Sr. P, para salvarse no necesita una reforma, necesita dignidad. Con coraje, con instituciones limpias y sin esos que deben irse para que otros trabajen bien, porque no hay Estado posible si las decisiones se toman en los sótanos.

No hay futuro si los Patriarcas siguen hablando más fuerte que las urnas.

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