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La trascendencia de las decisiones emocionales


Por Fernando Silva


El bienestar personal, así como la adaptación familiar y social, son dos dimensiones del entendimiento especialmente relevantes cuando escuchamos o leemos sobre salud mental, entendida ésta como lozanía comportamental —en contraste a los trastornos de conducta y de personalidad «sana» o «madura»— por lo que el impulso irresistible que hace que las causas y sus efectos obren infaliblemente en cierto sentido al tomar algunas decisiones, a veces tan incómodas de ejecutar por algo que ofende, molesta o avergüenza, se pueden intensificar al grado de complejidad o inconveniente, llegando incluso a causar dolor y/o aflicción. Aquí la inteligencia, en particular la emocional, cobra significativa importancia en uno de los temas más relevantes de la psicología, ya que al poner de manifiesto la habilidad de reflexionar e identificar nuestros pensamientos, emociones y acciones y, por ende, las de nuestros semejantes, suscitamos un aspecto definitivo y diferenciador al relacionarnos, claro está, procurando siempre que nuestro proceder motive el bien común, esencialmente, con respeto, dignidad, afecto y conciencia.

Al respecto, encontramos un sinnúmero de estudios e investigaciones sobre los tres principales componentes de las emociones: Neurofisiológicas, que se manifiestan generalmente con taquicardia, sudoración, vasoconstricción, hipertensión, rubor, sequedad de la boca, cambios en la respiración, entre otros; conductuales, del lenguaje corporal: gestos, posturas y tono de voz; así como cognitivas, relacionadas con todo lo que pensamos y sobre nuestras vivencias previas, lo que nos permite darle un nombre o «etiquetar» todo aquello que experimentamos.

Ostensiblemente, no todas las emociones son iguales. El miedo, la tristeza, la ira, la hipocresía, la crueldad, la falta de empatía, la superficialidad, la deslealtad, la avaricia… son estados emocionales que, cuando son frecuentes e intensos, perturban adversamente la calidad de vida de la gente. En consecuencia, las emociones negativas, constituyen uno de los trascendentales factores de riesgo para contraer enfermedades físicas y mentales. En contraste, las emociones positivas, tienen un objetivo fundamental en la evolución de todo ser humano, en cuanto que amplían los recursos mentales, físicos y, en consecuencia, los sociales, haciéndolos perdurables y acrecentando las reservas a las que se puede recurrir cuando se presentan amenazas u oportunidades; asimismo, intensifican los patrones para actuar en múltiples situaciones mediante la optimización de los recursos corporales, psicológicos y éticos-sociales. En ese entendido, hablar de las emociones y las decisiones no es tan sencillo, pues dichas significaciones han estado permeadas de características que involucran aspectos subjetivos, ya que dependiendo de las circunstancias se manifiestan como impulsos en los que se halla implícita una tendencia a tomar acciones beneficiosas o nocivas.

Otro aspecto importante para comprender de mejor manera las emociones y asumir de modo responsable nuestras decisiones lo tenemos en la percepción. Las experiencias perceptuales tienen elementos externos referenciales, como ruta para el encuentro y el contacto de la persona-cuerpo con la naturaleza-objeto, considerados como el vital núcleo del conocimiento a través de lo corpóreo y en dónde lo tangible se hace inteligible. Así, las emociones son —a partir de nuestro actuar— por reacción a la actuación de otro o por efecto de un estímulo ante el estado de nuestra capacidad de ubicación y adaptación en los que participa la valoración cognitiva, las que instan la función comunicativa y el valor condescendiente de los sentimientos. También, tenemos la contundente influencia de la sociedad y su cultura como componentes capitales en la condescendencia de las alteraciones del ánimo —intenso y efímero, agradable o penoso— que van acompañadas de la indudable agitación del interés, preferentemente observador, con que se participa en algo que está ocurriendo y, por consiguiente, las determinaciones que se toman —cavilando en el bienestar de todo ser viviente— fundamentalmente responsables y razonables.

Tan singulares vicisitudes, nos ponen a prueba al plantearnos una combinación de factores y circunstancias que se presentan en momentos determinados y que en considerables casos superan nuestras capacidades: Una enfermedad terminal, la muerte de un ser querido, los fracasos personales y/o profesionales, la ruptura —particularmente dolorosa— de una relación afectiva, problemas económicos, de seguridad, de violencia o pandemias como la COVID-19; escenarios que nos pueden llevar al límite en la variación del ánimo, así como a precipitarnos y hacer que nos cuestionemos si tenemos la pujanza y voluntad necesarias para continuar con solidez hacia adelante. En este punto tenemos dos opciones: Nos dejamos vencer y sentir que hemos malogrado lo que se esperaba o, nos sobreponemos con la intención de salir fortalecidos, asumiendo renovada certeza y elevando la confianza con la capacidad que nos otorga la resiliencia.

En este entendido, habrá que tener en cuenta la disposición ingenua o «sesgo de correspondencia» que tiende a sobreestimar factores personales y a subestimar aspectos situacionales en la elucidación del comportamiento, por lo que el error, el malentendido, las torpezas y hasta la susceptibilidad han sido estigmatizados y, ordinariamente, no se evidencia deferencia hacia la diversidad cultural, étnica, sexual, lingüística, ideológica, dogmática, funcional física y mental... para que a partir de su consideración, existan oportunidades respetables, sensatas y justas para todo ser humano, coherentes con las normas constitucionales de cada nación y los derechos universales que tenemos todos. En definitiva, asumiendo una postura expedita y pertinente fundada en razones, documentos y pruebas contundentes en el modo y forma de discernir las acciones desacertadas, es decir, sin traspiés generalizados como para tratarlos descortésmente y con poca estimación, sino como incidentes inconmensurables que necesitan ser interpretados de manera individual y, por supuesto, concretados conforme al respeto, la justicia y la ética.

Explícitamente, se considera a la percepción de seguridad, de control y de apoyo social, entorno a los atributos personales, como el autocontrol, la asertividad y la autoeficacia, que manifiestan el grado de adaptación personal a los ambientes sociales y que son equívocas en tanto se desconocen los mecanismos mediante los cuales lo social configura lo individual, descontextualizan al sujeto y admiten como inobjetables supuestos ideológicos, por ejemplo, las derivaciones del individualismo. Por lo tanto, el llamado «error fundamental de atribución» no constituye una acción desacertada en sí misma, o un juicio falso y cosa hecha erradamente, sino es la forma en que cada quien responsabiliza a sus semejantes olvidándose de la situación histórica-cultural, del entorno psicológico, físico o de cualquier otra índole, sin entender las negativas implicaciones morales, éticas, legales y sociales de su dedo flamígero, la trascendencia de las emociones y, principalmente, la facultad natural que tenemos de obrar al momento de tomar una decisión individual en libre albedrío.

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