Por: Fernando Silva
Una habitual dicotomía, el bien y el mal, adquiere mayor relevancia a partir de que asumimos la responsabilidad de nuestros pensamientos y actos, por lo que es imprescindible evaluarlos de manera sensata para arrogar —moral y éticamente— las derivaciones de la voluntad, la cordura y los medios empleados para animar la intención de hacer o de no hacer algo, así como para mitigar e incluso evitar alguna circunstancia que consideremos corrosiva o perniciosa. En este sentido, aludimos a palabras y percepciones complejas, además de aspectos tangibles e intangibles que dan paso a un sinnúmero de interpretaciones individuales y colectivas con antagónica relevancia entre el amplio abanico de culturas en el mundo, por lo que como especie hemos establecido límites de convivencia, principalmente, en base a la evaluación que le otorgamos a la conducta o acciones de nuestros semejantes y, en muchos casos poco hacia sí mismo, lo que permite aducir que tal noción surge de pervivir y cohabitar en comunidad.
Asimismo, como humanidad hemos convivido en grupos, bandos o antípodas tribus, no sólo ideológicamente sino en todos los ámbitos; en tal oposición sustancial o habitual, se desvelaron los males contenidos en la «La caja de Pandora», lo que puso de manifiesto el lado oscuro de un sinnúmero de sociedades que excluyen y se oponen a otras. Como parte de las naturales consecuencias, lamentablemente los conflictos, entre los que destacan los bélicos, son una constante, así como las discordancias —desde las baladíes hasta las profundas— que nos revelan que esta reciprocidad en constante polarización altera la convivencia, el entendimiento, la empatía, la comprensión, los valores, los afectos, el respeto, las certezas éticas… Paralelamente, está el bien hacer como principio y valor moral. En este entendido, cuando se departe sobre tan filosófica bifurcación, podemos afirmar que el más alto tribunal de apelación lo tenemos en la conciencia, pero, siendo miles de millones de personas ¿es posible confiar en la autoridad, criterio o predisposición en cada uno de nosotros para dirimir, resolver o favorecer cualquier asunto? o depende de singulares características individuales que nos permiten distinguir de mejor manera entre lo ingenuo y lo prudente, por ende, el modo de expresarnos y/o de comportarnos libres de simulaciones, engaños o apariencias. Por consiguiente ¿es lo mismo la rectitud en el conjunto de normas que rigen la conducta en cualquier ámbito de la vida? o, como «Las verdades de Perogrullo» ¿los juicios pueden ser tanto correctos como erróneos, pudiendo ser entonces vadeables e invulnerables? Ser o no ser, esa es la cuestión.
En cualquier caso, antes de controvertir ¿qué es el bien o el mal? proponiendo razones, pruebas y fundamentos queriendo significar qué cosas y qué tipo de conductas poseen tal o cual propiedad, sería conveniente cuestionarnos y responder a cómo hay que definirlos, así como qué es la bondad o la maldad en sí. Pues la justa reflexión sobre la conformidad o no de una acción, de igual manera que por lo que se puede hacer o dejar de hacer, es algo más que espinoso en la medida en que se está o no en la capacidad de aseverar o negar algo. De esta manera, no es posible conjeturar que todos los seres humanos seamos seres malévolos, soberbios, retorcidos o perversos; aunque nada impide ser morales o éticos, así como la denigrante inclinación de aparentar serlo.
De esta manera, es fácil detectar desfavorables vicisitudes en nuestros semejantes, y que preceptivamente o impulsivamente nos inducen a la recriminación, pero cuando somos nosotros los que causamos mengua o descrédito, al parecer no es igual de obvio aceptarlo y, mucho menos, mostrarse de acuerdo con los principios y/o valores asimilados desde la educación que nos proporcionaron en el hogar o desde las normas cívicas en cada sociedad. En esta combinación de factores y circunstancias, la gente que se asume como buena también ha lastimado a otros, ya que nadie está exento de incurrir en desconocimiento, falta de comprensión o malentendidos, pero la diferencia estriba en que unos nos ocupamos en mejorar las desacertadas situaciones a partir de reconocer las deficiencias o equivocaciones y otros no. En ese sentido, si la bondad y la maldad no son cualidades naturales, entonces, tanto amparar un naturalismo ético delimitándolo como una propiedad de las cosas o circunstancias en proposiciones que se hacen realidad mediante características objetivas del mundo, independientes de la opinión humana, como basarlas en la metafísica en términos «de» o «por» referencia a una «realidad suprasensible» que trasciende a la naturaleza y que no existe en el tiempo, nos insertan en un interminable dédalo y/o en una «banda de Moebius» con albarradas impregnadas de cuestionamientos e impugnaciones en donde la certeza, credibilidad y confianza brillan por su ausencia.
En tales causas y sus respectivos efectos ¿nos mostramos escépticos respecto a la fortaleza de ánimo para obrar como sujetos ético-morales? o encontramos las justas respuestas a lo que consideramos malo, evolucionando a partir del humano ímpetu de culturizar en pro del bien común, el respeto a los derechos humanos y de instituir la democracia en digno Estado de Derecho, con la intención de lograr las eficaces condiciones para suprimir en la práctica las amenazas, la violencia, la pobreza, la hambruna, las guerras e infinidad de injusticias. De ahí que sea razonable apreciar lo que puede lograr la ilustre cultura en cada nación, que bien vale establecerlas —de manera permanente— en el cultivo de la libertad, respeto, autonomía, equidad… hacia todo ser viviente. Tan básico cambio podría contribuir a la instauración de leyes, normas y reformas que administren justicia conforme a las cuales todo ejercicio de un poder público y social deba realizarse acorde a jurisdicción y no a la voluntad e interés de unos cuantos, más, si de soberbias y torcidas oligarquías se trata.
Al respecto, el filósofo Fernando Savater escribió: «La primera e indispensable condición ética, es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo: Estar convencido de que no todo da igual. […] Hay comportamientos o actitudes que en unos aspectos son buenos, pero en otros malos, un ejemplo de esto es la mentira. La mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la otra persona, pero en ocasiones puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna ventaja, o incluso para ayudar o hacerle un favor a alguien. Hay otras cosas que hay que tener muy claras, por ejemplo, saltar desde el balcón de un sexto piso no es una cosa conveniente para la salud. En ocasiones uno no tiene muy claro lo que es conveniente o no, porque lo malo parece a veces resultar más o menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencia de malo. Hay que pensar bien las cosas que se hacen porque vivir éticamente no consiste en vivir de cualquier manera. Las personas pueden y deben tomar sus propias decisiones, porque si no, no serían libres. Ser libre es un derecho y una obligación que todas las personas tenemos, aunque en cierta manera todas tenemos limitada esa libertad, nosotros podemos decidir en nuestra forma de pensar o de actuar, pero no podemos decidir en los aspectos exteriores que no se pueden controlar (por ejemplo: fenómenos de la naturaleza)».
Por ello, las nociones valorativas en correspondencia al «Principio de legalidad» cobran trascendencia. El bien como lo que se ajusta a lo exhortado o satisface estimaciones como la verdad, la justicia, el orden, la armonía, el equilibrio, la paz o la libertad, dicho de otra manera, a todo lo que favorece el bienestar, ya sea en el ámbito individual o colectivo. El mal, por su parte, es todo lo contrario a lo anterior. Por consiguiente, hagámonos un doble favor, evolucionemos haciendo conciencia en prosperidad de todo ser viviente y de los ecosistemas.
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