Por Déborah Buiza
@DeborahBuiza
Hace unos días caminaba por una calle de mi colonia, caracterizada como Catrina (personaje popular por el Día de muertos) y una persona se acercó a insultarme (por respeto al lector no reproduciré el improperio, pero baste decir que fue incómodo); la verdad, me sorprendió y me dejó pensando en la facilidad con la que a veces externamos nuestra opinión, aún sin ser requerida.
Hay una palabra que no existe para la Real Academia de la Lengua, pero bien podría utilizarse para enunciar y caracterizar a las personas que emiten una opinión: opinólogos.
Los opinólogos están atentos y muy dispuestos a soltar su opinión (a la ligera casi siempre), aunque no sea solicitada ni apreciada; tampoco les interesa mucho si es o no una opinión informada, si incomoda o lastima a quien la escucha o la recibe.
¿Cómo puede uno quedarse callado y no externar lo que piensa?
Los opinólogos rara vez tienen empatía por quien recibe esa opinión, porque lo único que le importa es decir lo que en ese momento piensa, sea cierto o no, sea oportuno o no, sea útil o no, sea correcto o no. Los opinólogos externan lo que traen en su ronco pecho con un dejo de autoridad que sorprende a cualquiera.
¡Ay de aquel que intente detener una opinión! Es muy probable toparse con el clásico “pues es lo que pienso”, “yo digo lo que pienso”, “por eso se tiene libertad de expresión”, “es mi opinión y si no te gusta, no me importa” y similares. Peor si uno les dice que lo que han epresado es ofensivo o violento.
Los opinólogos hablan de más, nunca de menos. Suelen ser imprudentes e impertinentes. Están desactualizados de los temas, en especial si son espinosos, políticamente incorrectos o delicados. A veces sus opiniones son grandes muestras de un pasado en desuso, creencias rancias que causaron mucho dolor y terribles efectos en otros tiempos, y aunque la estadística, la investigación y la observación de los efectos de esas ideas señalen el error, ellos insistirán en que es “su opinión”, como si eso fuera suficiente para desestimar, incluso, a la ciencia.
Y bueno, en redes sociales puede uno bloquear, silenciar, eliminar al opinólogo molesto o inquietante, pero ¿qué sucede cuando en la vida real nos encontramos con estas opiniones, que son como dardos, a veces incluso envenenados; qué hacemos si son nuestros cercanos quienes nos machacan a golpe de sincericidios y verdadazos blandiendo la bandera de una honestidad que en realidad no lo es, porque carece de empatía, respeto y cuidado del vínculo y de la persona receptora de la opinión.
Y ¿qué pasa si es uno ese “opinólogo” imprudente?
¿A poco no hemos dado una opinión o un consejo sin que nos lo soliciten o sin preguntar si la otra persona es receptiva a él, y luego nos ofendemos si nos marcan el límite?
Comentamos cosas de las que no sabemos o sabemos poco; preguntamos sobre temas que no son de nuestra incumbencia. Señalamos, criticamos y juzgamos a quienes no conocemos, y con más elementos o autoridad a quienes se supone conocemos y decimos querer. En ocasiones nuestra audacia verbal no tiene límites.
Nos enganchamos y enredamos en conversaciones inútiles, improductivas e insanas porque nos parecen divertidas, y a nuestro diálogo mental negativo y quejiche le seguimos la corriente y lo alimentamos con más quejas mentales negativas y más comentarios…
Quizá deberíamos preguntarnos si realmente nuestra opinión es tan importante como para soltarla con tanta ligereza, como si diéramos cátedra o si nos fuera a hacer daño si nos la tragamos. Tal vez deberíamos reflexionar sobre el momento adecuado para externar lo que pensamos y cómo lo hacemos.
¿Nos tomamos el tiempo para hablar? ¿Observamos nuestras palabras antes de que emitirlas? ¿Sabemos guardar silencio?
Se dice que la opinión y el consejo no solicitados y expresados, al final resultan en actos violentos. Si esto es verdad, puede ser buena idea empezar a guardar silencio, preguntar si se requiere nuestra opinión y aprender a aceptar un no como respuesta. También, aceptar que a veces metemos la pata al hacer comentarios, y buscar cómo reparar el asunto.
Popularmente se dice que Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, mejor no lo digas, y que lo que de la boca sale, del corazón procede.
Y tú, ¿qué haces con tus opiniones no solicitadas?
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