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Por salud mental, menos cainismo y más humanismo



Texto e imagen de Fernando Silva


Milenios antes del descubrimiento de las expresiones parietales o rupestres, los relieves o pinturas sobre rocas, así como en paredes y techos de cuevas, vivió un antepasado (homínido) que en su capacidad de comprender y resolver suscitó el que quizás sea el rasgo trasformador más relevante: el «bipedalismo», que dividió el clado al permanecer erguido y que sus contemporáneos siguieron en ese complejo avance de mudar de propósito y de conducta. De ahí el agradecer a los científicos que investigan y estudian la filogenia, entre otras multidisciplinares ramas de las ciencias biológicas, antropológicas, neurológicas, lingüísticas, psicológicas, sociológicas… que nos permiten conocer y entender de mejor manera este fundamental y paulatino proceso que nos llevó a desarrollar un despertar revolucionario y en donde la curiosidad, la observación, la comunicación y el lenguaje simbólico articulado fueron determinantes en nuestra natural evolución. En esa acción de ir hacia delante, hoy sabemos que el comportamiento de nuestros antecesores fue similar al de otras especies animales, con la ventaja de que su elemental intuición y su capacidad de raciocinio los convirtieron en seres sociales, cuya convivencia en grupos permitió el imperativo de adaptarse en función de la empatía, la seguridad, el amparo, entre otros aspectos, para resolver sus necesidades básicas e idear efectivos métodos transformadores: desde la recolección, la caza y la pesca, hasta la domesticación de plantas y animales.

Teniendo lo anterior como marco de referencia y cavilando sobre nuestra actual condición, en donde buena parte de la población mundial se ha ido deshumanizando y pervirtiendo, así como despreciando a sus familiares y seres queridos por adoptar estúpidas ideas fundamentalistas que caracterizan el pensamiento de oligarquías extremistas, viles, clasistas, hipócritas, totalitarias, aporofóbicas y racistas que encumbran el lema de que lo principal en la vida es tener la mayor cantidad de dinero sin la menor turbación del ánimo al atesorar sus deshonrosas conveniencias en función de corromper, humillar, robar, amenazar y hasta asesinar a quien se interponga a sus reprobables fines. En tan desmedido proceder, lo inquietante es que mucha gente —que no es parte de esa pérfida élite socioeconómica— propugna con lamentable ignorancia esas nociones proclives al odio y a la agresividad, apartándolos del sensato actuar en pro del bienestar general y de ecuánimes principios humanistas-progresistas que dan sentido al concepto de «ser sociales».

En ese sentido, el rechazo sistemático y la hiriente actitud de esa turba deshonesta que alardea fatuo dominio e influencia en áreas económicas y/o políticas hacia personas con las que tienen trato frecuente, lo hacen para soliviantar la conducta emocional tanto en lo individual como en lo colectivo, embrollando de diversos modos sus valores morales, así como su consideración a las ideas, creencias, costumbres o prácticas de los demás. Sobre el particular, las elucubraciones de tipo ontológico respecto a las interacciones colectivas que perjudican a mujeres y hombres que participan de tal engaño, suelen precisar que ese proceder —tóxico y de indecorosa sumisión— demerita su idiosincrasia, entre otros aspectos, al ser cómplices de estas agrupaciones hegemónicas, lo que las aparta del legítimo mérito y el respeto a su persona, es decir, perviven en la vil obediencia con traza de falsa esperanza por ser parte de ese cerrado círculo de millonarios y, al saberse decepcionados, descargan agazapados perniciosa aversión hacia sus familiares, parientes, amistades y personas con las que comparten la vida en comunidad y en lo laboral.

Tal disposición de lesivos sucesos y subterfugios que trastoca su estabilidad emocional —personal y social—, son generados bajo la presión ejercida de empresarios y políticos de extrema derecha que cobijan el modelo económico y político que impone el desarrollo del capitalismo con base en las leyes del mercado, sin la intervención de los gobiernos y sin interferencias regulatorias, pervirtiendo a servidores públicos amorfos e indefinidos en provecho de sus intereses y en agravio de la población mundial que no se encuentra en su órbita de beneficios. En otras palabras, es lo errático e impredecible de ese sistema económico-financiero y político, elaborado por tecnócratas podridos que trabajan con el único objetivo de mediar en favor del programas como el «Nuevo Orden Mundial», y cuya intervención pretende eliminar las servicios sociales para privatizarlos, estableciendo subvenciones a los potentados a costa de la gente que pagamos impuestos. En concreto, las preferencias inicuas se basan en la preocupación exclusiva de las élites y nunca en el bien común. Por consiguiente, los cambios que provocan con esos tratados de libre mercado reducen los derechos sociales, dando lugar a procesos de inequidad y desigualdad, lo que es motivo suficiente para cuestionamientos que deben llamarnos a la reflexión crítica social y a la participación en defensa de nuestros legítimos derechos.

Por lo tanto, sobrepasar el reduccionismo y el conservadurismo, admitiendo la posibilidad de una ciencia sociocultural que no sea tan sólo empírica o interpretativa y que ofrezca aportes en bien del cambio social en el mundo, es vital. En esa dirección del entendimiento, hay que encaminar las prácticas positivistas e interpretativas humanísticas que tienen potestad en la transformación social desde el paradigma socio-crítico. Por ello, es necesaria la exigencia en la formación de capacidades que promuevan el diálogo circular a favor de tomar buenas decisiones respecto al cumplimiento de los valores universales en un fortalecido Estado de Derecho. Tener presente que actualmente tenemos acceso a vasto conocimiento, lo que nos brinda conciencia para nunca descender hacia la ignorancia supina. Es por esto que un recurso imprescindible para contribuir al modo de vida digna de toda persona, sin lugar a dudas, es la buena educación desde los hogares porque, a través de ella, se fortalecen y amplían las condiciones de justicia y emancipada convivencia.

Asimismo, el fecundo diálogo teórico-crítico —en la razonable vía del discernimiento que procura el bien común—, la construcción de mecanismos del conocimiento da un impulso a los valores y derechos universales, válidos para la esencial transigencia en lo que respecta al dominio del comportamiento moral y ético en cada sociedad, lo que admite el plausible análisis pormenorizado sobre lo justipreciado y respetado según las normas establecidas en cada región del orbe, como ese rasgo del entendimiento con mayor aplicación en el dominio de la particularidad de cuantas concurren en el ámbito del bienestar general, con el propósito de impedir las malas prácticas de individuos malévolos y denunciar —con intrépido civismo— todo acto de violencia, antipatía y aversión, así como los abusos, sobornos, el irregular operar de servidores públicos y de personas que generando cohecho, afectan la estabilidad y la seguridad social en perjuicio de todos.

Es prudente recapitular que la cultura sociopolítica —que siempre es específica en cada rincón del planeta— cumple una función objetiva que estriba en arraigar a una población en la conciencia de su identidad y sentido de pertenencia, como un referente colectivo que sirve de mecanismo de soberanía, lo que constituye el campo de observación en donde lo ideológico se presenta con virtud al cumplir la función de tipificación, y lo intrínseco es apremiado con grado de potestad para concentrarse en el seno de la misma representación común que la incentiva. De ahí que, por el bien general y la salud mental de todo ser humano, nos dejemos de cainismos y mejor fomentemos la fraternidad que coloca a los principios humanistas —que nos brindan dignidad, autonomía y libertad— en la justicia vinculada a la democracia, a los derechos universales y en el bienestar de todo ser viviente.

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