Si no paramos la agresividad, simplemente nos extinguiremos


Por: Fernando Silva
Esos movimientos automáticos e involuntarios gobernados desde el tronco encefálico —los reflejos primitivos— así como los instintos franquean en gran medida el comportamiento visceral, estúpido, agresivo, soberbio, intolerante, violento… en la evolución (o retrocesión) de la Humanidad. Obviamente, si como Homo Sapiens Sapiens surgimos hace apenas unos 120 a 100 mil años, es comprensible deducir que en las etapas históricas: la Prehistoria, la Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna y la Edad Contemporánea, permanece la evolución del cerebro en la compatibilidad de dos mecanismos de adaptación, el de las mutabilidades genéticas y, en lo individual, con los cambios en la organización de la cromatina o transformaciones epigenéticas. Lo llamativo, y a la vez natural, es que en pleno siglo XXI continuemos observando e intentando comprender los impulsos que gobiernan nuestro desempeño mental, así como dar paso a conocimientos concretos sobre las influencias moleculares, celulares y ambientales que subyacen a nuestra existencia, así como a las hipótesis —en el marco de las investigaciones— sobre las cuales los rasgos que caracterizan a una persona y a las sociedades en su conjunto se configuran en el curso del desarrollo de los comportamientos con relación a nuestro origen y a la transmisión de las conductas instintivas.
Evidentemente, examinar esta temática en el actual escenario socio-político-cultural es fundamental dado el brutal acrecentamiento de acciones que conllevan a una atroz cuota de violencia, tanto en el plano físico como en el psicológico, por lo tanto, la urgencia de reflexionar y establecer soluciones en torno a este impío y prolongado comportamiento debe construirse sobre bases éticas-morales y de perspectivas que relean, trasciendan y enriquezcan la calidad de vida y justicia hacia todo ser viviente, ya que es inaceptable que la agresividad y la violación a los derechos sociales y humanos sean de las contrariedades más persistentes en el mundo; lo que permite —una vez más— cuestionarnos si el actual proceder de la humanidad es más belicoso que en el pasado. La respuesta simplemente no es clara, pero sí lo es el que nuestra ignominiosa historia esté desbordada de ejemplos de sevicia, odio, ira y rencor en las diversas fases de transformación continua.
En ese sentido, quizás el odio sea el mayor sentimiento asociado con la parte más perjudicial de la naturaleza humana, lo que ahonda los aspectos nocivos relacionados con la desgracia, las tribulaciones, la mala intención, la inseguridad, la vulnerabilidad… además de los que lamentablemente imponen las oligarquías para controlar todo y con ello obstaculizar la potestad democrática en las sociedades y las libertades individuales. En consecuencia y derivadas de la pericia para manifestar hostilidad se destacan dos situaciones particulares: la ineptitud para exteriorizar o responder a la violencia está intrínsecamente ligada con la inhibición en la capacidad crítica, lo que puede repercutir en el aislamiento de los entornos personales, familiares y sociales; y el someter a un proceso de transformación de la rivalidad —cómo la conducción inconveniente de los sentimientos concomitantes a dicha situación— pueden impulsar o reactivar situaciones edípicas, enganchando a las personas afectadas a relaciones imaginarias paralizantes.
Asimismo, y sobre la base de las investigaciones de la dimensión o estructura biológica del ser humano, es apabullante leer sobre las dimensiones representadas en conductas a partir de la agresión en actitudes, emociones, percepciones, ignorancia, formas de aprendizaje, arbitrariedades, estados de inconsciencia, mala educación… expresadas a través de los lenguajes corporal, oral y gestual. En consecuencia, es posible asegurar que las conductas agresivas son un comportamiento básico y primario en la actividad que está presente en la totalidad del reino animal. Es simplemente un fenómeno multidimensional en el que están implicados un gran número de factores de carácter polimorfo y que se manifiestan en cada uno de manera física, emocional, cognitiva y social teniendo el objetivo de ir contra alguien con la intención de producirle daño.
Aquí se nos presenta un aspecto importante para reflexionar. A diferencia de la agresión, que de acuerdo con los especialistas constituye un acto o forma de conducta «puntual» reactiva y efectiva frente a situaciones concretas de manera más o menos adaptada; la agresividad consiste en una «disposición» o tendencia a comportarse violentamente en las distintas situaciones para atacar, faltar al respeto, ofender o provocar a los demás intencionalmente. Desde luego, una agresión puede llegar a constituirse en algunas ocasiones —pero no necesariamente— en un comportamiento delictivo y/o criminal, en función de si es enjuiciado y penado. En ese entendido, y para que sea considerada una acción en un delito, debe caracterizarse por ser un acto típicamente antijurídico, culpable, sometido a condiciones objetivas de penalidad imputable a una persona y supeditado a una sanción penal, en concreto, el quebrantamiento a las leyes o una acción u omisión voluntaria e imprudente penada por la ley. Por otro lado, un crimen consiste en un tipo de delito de gravedad, que implica una acción voluntaria de herir severamente o matar a alguien. Esto nos permite considerar que sólo un conjunto de conductas agresivas podrían considerarse delictivas o criminales en base a derecho penal, basadas en el conjunto de normas jurídicas por medio de las cuales los jueces definen las conductas u omisiones que constituyen delitos, así como las penas y/o medidas de seguridad para sancionar a quienes incurren en la comisión de esos delitos.
Sobre el particular, todos hemos sido testigos de actos de agresión directa o indirecta en entornos familiares o sociales, en la televisión, la Internet, redes sociales, videojuegos o incluso a través de libros de ciencia ficción o novelas. Esa negativa interacción nos permite identificar y separar la agresión con el ataque físico, ya que un acto de violencia tangible e intencionado y dirigido a dañar para atentar, nos permite observar otro tipo de ultrajes: la verbal, psicológica, sexual, patrimonial, cibernética, relacional, indirecta, física… que suponen una serie de significativos efectos sobre la salud e integridad de la persona victimada, pero ¿debemos aceptar como tal la agresión?, ¿podemos erradicarla?, ¿nos adaptamos?, o simplemente ¿seguimos adelante sin hacer nada? Para comprender de mejor manera la cuestión, hay una serie de situaciones o condiciones que agrandan los riesgos de que una persona sea víctima o se involucre en hechos violentos, a dichas circunstancias se les conoce como factores de riesgo, entre los que se encuentran: la violencia intrafamiliar, la deserción escolar, la intimidación en las escuelas, el desempleo, crecer en entornos de dañina confrontación, el acceso a drogas y armas de fuego, migrar en condiciones precarias o de amenaza, la desigualdad social, el racismo, la exclusión y la falta de oportunidades, en términos generales la marginación y la desatención social. En tales escenarios, es necesario hacer un examen personal sobre la capacidad que tenemos de hacer daño y de cómo podemos controlarlo, en esta dirección, es prioritario reconocer que existe una tendencia natural a la agresividad motivada por el instinto de supervivencia, pero también por el uso intencional de la fuerza o el abuso de poder para dominar a alguien o imponer algo.
Tan amargo entorno, nos permite visibilizar aspectos de la vida cotidiana y recapacitar en la capacidad que tenemos de hacer daño e, incluso, cometer suicidio, lastimar o asesinar, odiar y ofender, discriminar y abusar, pero venturosamente también podemos mitigar tan brutal proceder por medio del cultivo de la conciencia, la ética, la moral, la cultura y la organización social en bien común. Por lo tanto, es urgente acrecentar la voluntad con la intención de transformar las condiciones individuales, sociales y mundiales para no terminar extinguiéndonos a nosotros mismos.