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Vacío


Por Ricardo Medrano Torres


Con el dedo gordo del pie derecho, ella levantó sus calzones hasta izarlos como la bandera minúscula de un velero. Sus piernas tenían un tono apiñonado, -y tiene dos igual de buenas- pensó él, y tomó un vaso de plástico para servirse un poco de ron con cola.

- A las doce nos corren de este cuarto-, dijo ella con cierto desgano. Después encendió un cigarrillo, dio una fumada y lo puso sobre el pequeño cenicero de barro, a un costado de las bebidas. En el cenicero, aunque borroso, podía leerse el nombre del hotel.

- Me gusta tu espalda, siempre me ha gustado-, dijo la mujer y se tendió bocabajo sobre la cama, como un minino perezoso que espera una caricia sobre el lomo.

Él fingió no escucharla; se limitó a guardar silencio, pero no pudo evitar sentirse halagado. Se sentó al borde de la cama, mirándose al espejo. Estaba desnudo. Parecía identificar en su propio reflejo a otra persona, alguien ajeno, un desconocido que, al igual que él, en ese momento preciso, también fumaba un cigarrillo y miraba las volutas de humo interponerse fantasmales entre aquellas dos secciones de un mismo hombre: allá el espíritu, acá el cuerpo.

La mujer rodó sobre la cama hasta ponerse boca arriba. Miraba la lámpara en el techo y sonreía. Parecía estar preparando el mejor argumento, el de mayor filo, el más punzante. Entonces preguntó sin matices:

- ¿Qué vas a cenar con tu familia el treinta y uno de diciembre?

Él volvió a unir su alma con su cuerpo y volteó para mirar a la mujer, mezcla de curiosidad y de disimulado enojo, sólo identificable en el rojo intenso del torrente sanguíneo agolpado en sus orejas. Se mantuvo en silencio. Mentalmente recorría, una a una, cada palabra del acuerdo que ambos establecieron dos años atrás: nuestras vidas familiares son tema aparte. Entonces ella contraatacó:

- De las dos, ¿con quién tienes mejor sexo?-. Lo dijo sin abandonar su pose felina, apoyando ambos puños sobre la cama sin dejar de mirarlo fijamente: había que estudiar cada una de las reacciones del oponente. Con la mitad del cuerpo echada hacia arriba, avanzó unos centímetros. Él se levantó de la cama, instintivamente, echando mano de un mecanismo de defensa primitivo que lo obligaba a guardar distancia; fue hasta el buró nuevamente. Permaneció de espaldas a la mujer. Ella insistió:

- ¿Podrías ser hombre, siquiera una vez, y responderme?

Él arrastró los pies sobre la alfombra. La sintió abrasiva como una lija en la parte más sensible del cuerpo. Apretó las nalgas y los músculos de sus piernas se tensaron. Ella rodó por la cama sin dejar de observarlo. El cigarro que ella encendiera minutos antes se había transformado en un gusano frágil sobre el lecho negro del cenicero. Se dispuso a encender otro. Él la tomó por las muñecas y la miró a los ojos:

- ¿A dónde quieres llegar?

- No te molestes. Total, si no quieres contestar, pues no lo hagas y asunto arreglado-, dijo ella, como una serpiente que se dispone a emprender un nuevo ataque más letal.

Él volvió a establecer una distancia prudente respecto de ella. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Empezaba a sentirse vulnerable, a empequeñecerse. Todo en él se hacía pequeño.

Ella tomó el calzón de él con el dedo gordo, ahora del pie izquierdo, y lo izó como una bandera, como un trofeo de guerra. Él la miró hacia arriba desde su pequeña estatura: ella parecía tan grande como un barco pirata, él era un simple pez empujado hacia un costado de la corriente por aquel animal emocional que era capaz de arrasarlo todo a su paso.

Como una bestia herida, totalmente acorralado, él preguntó:

- ¿Y si viviéramos juntos?-. Aquella pregunta fue confeccionada con los restos del orgullo de otros tiempos. Esperó la respuesta arqueando las cejas. Dio un último trago al vaso que ahora contenía sólo unas gotas que lentamente escurrieron desde el asiento hasta caer lentamente sobre su lengua. La miró de reojo. Ella sonrió y se mesó los cabellos con ambas manos en señal de desaprobación.

A ella le incomodaba sólo pensar cualquier posible argumento. La propuesta estaba fuera de lugar. Le molestaba aquel intento desesperado por pasar el balón, sabía que se trataba de una fallida estrategia de su oponente para ganar tiempo, para darle oportunidad de razonar a su cerebro, para urdir un nuevo ataque. Pero era tan predecible, tan inocuo, que sintió pena por él, por su intento de batallar aun estando en el suelo, obviando que estaba sometido por completo.

En silencio, ella comenzó a vestirse lentamente. Él preguntó:

- ¿No te vas a bañar?

- No hace falta, quiero recordarte, este día cuando menos. Llevarme tu aroma-, respondió ella, buscando de reojo un zapato perdido.

Sobre la silla frente al tocador, las ropas de ambos formaban un amasijo, eran una metáfora de la noche anterior. Tal vez la última que pasarían juntos. Él encendió otro cigarrillo y volvió a tomar asiento en el borde de la cama.

- Me gusta cuando te enfadas. Pones cara de león y aprietas los puños, parece que quisieras golpearme, pero no te atreves. Eres tan cobarde, siempre lo has sido.

Él no contestó. Instintivamente extendió las palmas de las manos sobre sus muslos desnudos. Después apretó con fuerza sus rodillas. Ella continuó vistiéndose.

- ¿Has visto mis calzones?-, preguntó ella mientras sacudía las sábanas en busca de la prenda. Él continuó en silencio. Otra vez empezaba a fugarse, a disociarse entre el hombre del espejo que asemejaba un alma atormentada, y el hombre sentado sobre la cama, un simple recipiente vacío que había olvidado por completo que alguna vez contuvo algo importante.

Habían pasado la noche bebiendo y teniendo sexo. En dos años de relación, sólo quedaba el placer como punto de unión. En cierto momento, ambos compartieron el deseo de decirse mutuamente que se amaban, pero tal aseveración no estaba prevista en sus planes individuales. Tampoco existían proyectos en conjunto. No tenían nada.

- Voy a casarme-, dijo ella, secamente. Él sintió un golpe directo en las sienes. Apretó nuevamente los puños. En este nuevo asalto, él volvía a visitar la lona. La contrincante había estado preparando la estocada final, y él, iluso, estuvo haciendo sombra con los guantes puestos, como un perfecto estúpido que nunca se percató del sonido de la campana.

- ¿Lo conozco?

- Ni falta que hace-, respondió ella mientras delineaba sus labios con el carmín que a él le gustaba.

- ¿Volveremos a vernos?

- Así no son las cosas. No te voy a ofender pidiéndote que madures. Sólo te pido que comprendas. Es algo que ambos veíamos venir. No es tiempo de tangos. Los tiempos cambian. Las personas pasan. El amor acaba.

- Ahora me vas a salir con la filosofía de José José. No seas absurda. Dices que no quieres insultarme y lo estás haciendo con singular alegría. Déjate de tonterías y aclaremos esto: cuando tú me necesites ahí estaré y tú sabes que también estarás para mi…

Ella lo interrumpió para preguntar de nueva cuenta por sus calzones. Él se sintió ofendido por lo abrupto del cambio de tema. Ella lo miró reflejado en el espejo, acercándose con los puños apretados.

- No me vengas con dramas, por favor. Sabías que esto sucedería. ¿Has pensado qué pasará cuando sea vieja? Si tú encontraras una mujer más joven y atractiva, ¿qué harías? Ponte en mis zapatos. Debo pensar en mi futuro: a estas alturas mis opciones son limitadas. En fin, el punto es que tengo una oportunidad y debo tomarla. No debería darte explicaciones, pero, por los buenos tiempos, debes saber que él es una persona buena, que me ofrece estabilidad en todos los sentidos. Lo demás puedes deducirlo.

- ¿Yo no soy bueno?

- ¿Quieres compararte?-. La mujer separó la mirada del espejo donde terminaba de dar los últimos toques de sombra a sus ojos; al mismo tiempo, lo miraba en el reflejo. Algo la hizo recular y prefirió adoptar una pose maternal:

- Detengámonos, a nadie beneficia esta discusión.

- No me dejes. ¿Qué quieres que sea para ti? Seré lo que tú quieras, lo que desees, a la hora que lo quieras.

Ella corroboró que su oponente había perdido la dignidad. Lo percibió devastado, frágil, cuando buscó seguridad en el borde de la cama, desnudo como un pollo al que se le ha expulsado del cascarón. Los puños, otrora amenazantes, eran un par de palmas abiertas, juntas, en medio de las piernas; en medio de sus manos, su sexo, ahora diminuto, estaba tan muerto como el cigarrillo extinto sobre el cenicero.

Él se puso en pie e intentó aproximarse a ella, tomando aire para recuperar el aplomo. Estaba pálido como un cadáver. La sostuvo por detrás y con ambas manos le separó los muslos. Cerró los ojos y aspiró el desgastado, casi imperceptible, aroma de su cuello. Ella siguió retocando sus ojos con el delineador. Ahora le resultaba patética la actitud de él. No quedaba nada del hombre que apenas ayer fuese un amante decoroso. Sentía aquel cuerpo untarse sobre su espalda como una lapa, como una sanguijuela pervertida, decidida a extraerle un último gesto de aprecio mínimo. Aunque le pareció indigno, durante unos segundos lo dejó hacer. Él quiso imaginarse imprescindible, necesario. Si por lo menos hubiese estado enterado de que sería la última vez…, repitió él en su mente como un mantra. Entonces, ella escapó de aquel caparazón inútil que la atenazaba, que intentaba poseerla sin deseo.

En ese instante, ella se dio cuenta de que él se había puesto sus calzones. Primero se mostró sorprendida. Conforme transcurrieron los segundos, una carcajada subió desde su vientre y escapó de su boca para revolotear como un murciélago desorientado sobre las paredes del cuarto, hasta instalarse en los oídos de él, quien sólo atinaba a mirarla tristemente.

Ella se acercó a él, y de un solo movimiento le atenazó el sexo para obligarlo a devolverle la prenda. Más por instinto, él quiso alejarla de su cuerpo, de su sexo. Debido al empellón, la mujer trastabilló hasta golpear de espaldas con su cráneo en el filo del tocador. Él la miró tristemente, como se mira un canario muerto sobre la acera. Así permaneció durante varios minutos. Después tomó la blusa, el pantalón negro de ella, y los sobrepuso en su propio cuerpo. Tomó el labial, volvió al borde de la cama e intentó delinear sus propios labios, imaginando que aquel reflejo era de otro, del verdadero dueño del alma que se le había escapado. Sintió su cuerpo llenarse con el alma de ella, eso le hizo sentir aliviado. El tiempo del cuarto estaba por vencer: faltaban cinco minutos para las doce del día.

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